Anoche los niños no durmieron. Habían encerrado un montón de cigarras en la cajita de los lápices y las cigarras cantaban bajo sus almohadas una canción que los niños conocían desde siempre, pero que olvidaban al despuntar el día.
Ranas doradas, sentadas en la punta de sus patitas y sin ver sus sombras en las aguas, semejaban pequeñas esculturas de la soledad y el sosiego.
En ese momento la luna tropezó con los chopos y cayó en la espesa hierba.
Hubo un gran susurro entre las hojas.
Corrieron los niños, tomaron con sus manos regordetas la luna y toda la noche jugaron en el campo.
Ahora sus manos son doradas, sus pies dorados y en lugar de huellas dejan lunas pequeñitas sobre la tierra húmeda.
Pero afortunadamente, los adultos que saben mucho no ven demasiado.
Sólo las madres sospecharon algo.
Por eso los niños esconden sus doradas manitas en los bolsillos vacíos, para que su mamá no los regañe por haber jugado en secreto toda la noche con la luna.
(Yannis Ritsos)
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