viernes, 30 de octubre de 2009

El arquero

El arquero


También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped. Es uno solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores. Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace. Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos. Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

jueves, 29 de octubre de 2009

En recuerdo de una mujer muerta


ROSA MONTERO 03/12/2006

Te voy a hablar de una escritora formidable: Irmgard Keun. Seguramente no la conoces. Yo tampoco tenía la menor noticia de su existencia hasta que hace poco cayó en mis manos un libro suyo, La chica de seda artificial, publicado en España por Minúscula (qué estupenda editorial) hará un par de años. Es evidente que aquí la obra pasó bastante inadvertida, aunque es una novela en muchos sentidos extraordinaria. En primer lugar, Irmgard la publicó en 1932, a la asombrosa edad de 22 años. La escueta información de la solapa dice que la escritora nació en Berlín en 1910 y murió en Colonia en 1982. Que fue una autora de éxito durante la república de Weimar y que luego, en 1933, sus libros fueron secuestrados por los nazis y Keun tuvo que exiliarse y más tarde pasar a la clandestinidad. La breve nota termina diciendo que, durante los años ochenta, los lectores alemanes redescubrieron sus obras. Cosa que no debió de servirle de mucho, porque para entonces ya estaba muerta. Escalofría ver resumida en siete líneas toda una vida probablemente tremenda.



Si los nazis secuestraron “sus libros” en 1933 es que Irmgard ya había publicado varias obras a la tierna edad de 23 años. Y también para entonces ya había sido famosa. Nuestra sociedad, tan despepitada por la fama inmediata, debería aprender de estas lecciones históricas: ser famoso es bastante fácil, lo difícil es que esa fama perdure a través del tiempo. Pasan los años, pasan los siglos, pasan las épocas, y hasta aquellos individuos que se creyeron más grandes y gloriosos se borran para siempre de la memoria. El ruido de los antiguos imperios al derrumbarse no es más audible que el de la caída de una hoja en otoño.
Dice la escritora italiana Dacia Maraini que las mujeres han conquistado visibilidad literaria, que publican y venden igual que los hombres o más, pero que cuando las mujeres escritoras mueren, mueren para siempre, porque no son recogidas en las antologías ni las enciclopedias. Creo que las cosas están cambiando mucho últimamente (de ahí la recuperación de Keun por los lectores alemanes en los ochenta), pero es probable que el sexismo que denuncia Maraini contribuyera a que Irmgard fuera olvidada en vida tan rápidamente. Resulta inquietante que sucediera así, porque es una escritora maravillosa. La chica de seda artificial es un libro poderoso que retrata la paupérrima y humillada Alemania de los primeros años treinta. Todo ello a través de la narración de una joven alocada, conmovedora e inculta que intenta simplemente sobrevivir (y entre sus estrategias está la de que los hombres la inviten a comer): “Charlamos en un restaurante, y no me quedó más remedio que beber vino, aunque por el mismo precio hubiera preferido comer algo”, cuenta la protagonista de Keun en su novela: “Pero así son ellos: sueltan encantados grandes sumas por la bebida, pero les parece que te aprovechas si tienen que pagar una módica suma por comer, porque la comida es necesaria y la bebida superflua y en consecuencia más elegante”.
Qué talento el de Irmgard: su estilo es económico, preciso, exacto, contundente como un puñetazo en la barbilla. Y luego hablan de la originalidad de Hemingway (un autor a mi modo de ver sobrevalorado). Déjenme copiar otro breve fragmento de este libro. La protagonista no tiene a donde ir, y un taxista le permite dormir dentro del coche (“sin pedirme nada a cambio”) mientras no venga ningún cliente. La chica dormita unas pocas horas y despierta al amanecer:
“–Gracias –dije al taxista y le tendí la mano sudada por el calor.
–Buenos días –dijo sin cogerla.
Me fui. Él estaba completamente encerrado en sí mismo y el agradecimiento ya no le hacía mella. Entonces supe que es una cuestión de suerte coincidir con una persona en los tres minutos diarios en que es buena.”
¿Fue buena persona Irmgard Keun, más allá de esos tres minutos diarios? A juzgar por su novela, fue una mujer que ya a los 22 años conocía asombrosamente bien el corazón humano. Fue una gran escritora, fue famosa, fue olvidada, vivió, gozó, sufrió y murió. ¿Cómo puede alguien ser tan ignorante o tan pretencioso como para aspirar a la posteridad? Todo pasa, todo se olvida y se acaba, tanto lo bueno como lo malo. Lo cual, en alguna medida, es un alivio.