sábado, 15 de octubre de 2011

LOS LIBROS DE MI VIDA NO FORMAN UNA BIBLIOTECA BIBLIOTECA PARTICULAR | Por Félix Romeo

Para la Biblioteca Particular de Eñe 8 | Familias le pedimos a Félix Romeo un ensayo dedicado a sus libros, que según él «no forman una biblioteca». Aquí lo reproducimos a modo de homenaje.
(10.10.11)
LOS LIBROS DE MI VIDA
NO FORMAN UNA BIBLIOTECA
BIBLIOTECA PARTICULAR | Por Félix Romeo
El artículo que da origen a este artículo
Rafael Reig me envía un correo en el que me dice: «Eñe tiene una sección que se llama Biblioteca Particular, donde en cada número un escritor (o no escritor) cuenta cómo es su biblioteca, los libros que tiene, cómo los tiene, cualquier cosa sobre la biblioteca. Me preguntaron quién podría hacerlo y yo, que acababa de leer un artículo tuyo sobre el desorden de tu biblioteca, sobre lo que tardabas en encontrar un libro, etc., pues dije tu nombre».
Para que comiences a leer como Rafael Reig, pongo el artículo, que apareció en ABCD de las Artes y las Letras y que se llamaba Orden:
Vivimos en un almacén de libros, más que en una casa. Tenemos que caminar con cuidado para que las torretas de libros, que crecen en equilibrio inestable desde el suelo hasta el techo, no se desplomen. A menudo, tiemblan. La pregunta más frecuente de nuestros amigos es: ¿sabéis cuántos kilos aguanta la estructura de la casa? Vienen con temor. Más que miedo a la muerte es miedo a una muerte ridícula: aplastamiento de libros.
Baroja decía que no conocía a un escritor que tuviera la biblioteca ordenada y al que le fueran mal las cosas. Quería transcribir aquí la frase, y me he puesto a bucear en los montones. Creía que la había leído en La decadencia de la cortesía, recopilación de artículos que se publicó «Pro Premio Nobel de Literatura 1956». Baroja no ganó el Nobel de 1956, ni nunca: murió ese año, en octubre, cinco días después de que se lo concedieran a Juan Ramón.
Tras horas de búsqueda, enterrado en una pila llena de viejuces, junto a dos de sus novelitas y encima de un libro de Hamlet Gómez, ha aparecido La decadencia de la cortesía y no tiene ningún artículo sobre escritores y bibliotecas.
El mejor texto sobre el orden de los libros es de Georges Perec, se llama Notas breves sobre el arte y el modo de ordenar libros, de Pensar/Clasificar. Dice que los libros pueden ordenarse de muchas maneras... pero que ninguna es satisfactoria.
Lo que más me gusta del artículo de Perec es descubrir que también tenía los libros en pilas, que casi las tres cuartas partes de sus libros jamás estuvieron clasificados y que a veces pasaba tres horas buscando un libro, sin encontrarlo. Como me pasa a mí, en este almacén de libros que es nuestra casa.
Trampa
Te confieso que en el artículo anterior hice una trampa: fingir que no sabía en qué libro hablaba Baroja sobre las bibliotecas de los escritores. Escribió en Juventud, egolatría: «Casi todos los que tienen su pequeña biblioteca, con los libros ordenados, con anotaciones, casi todos hacen su camino en la vida».
Otro artículo
Estaba escribieno sobre la trampa de Baroja y me he acordado de otro artículo que escribí sobre librerías, y que encaja aquí como un guante. Lo publiqué en Heraldo de Aragón, en marzo de 2005:
Libros como respiradores artificiales
Llevo unas semanas que no se me va de la cabeza la Librería Pérez de El Tubo. La echo de menos. Me gustaría que todavía siguiera abierta. Me gustaría cruzar su puerta desvencijada de madera. En el lugar en el que estaba la Pérez hay ahora un inmenso solar. La Pérez tenía el suelo de madera. Siempre había unos cuantos gualtrapas mudos husmeando en los libros viejos de la Pérez. Más que libros viejos eran restos, saldos llegados de los almacenes, la última oportunidad. En la Pérez se saldó, hasta agotarse, toda La Gaya Ciencia, la editorial de Rosa Regàs en la que publicaba Benet. A Benet le encantaba Zaragoza, y quizá por eso sus libros fueron a parar a la librería Pérez. Decía Benet a Martínez Sarrión: «Admira el brillo mate de esas cúpulas, con el padre Ebro lamiendo los pies de la recia, de la invicta Diosa».
Un librero de viejo de Madrid me preguntó si había librerías como la suya en Zaragoza. Un cliente suyo se iba a vivir a Zaragoza por motivos laborales y estaba preocupado por si no podía comprar libros viejos. Le dije que sí, y que había dos rastros con libros los domingos. El librero no anotó nada, pero se quedó convencido de que podría consolar a su cliente. Y entonces, mientras el librero me ofrecía libros viejos desmochados, me vino a la cabeza, como un trallazo, el recuerdo de la Pérez.
Me acordé del olor, del ruido de la puerta, de las mesas cargadas y del movimiento de las estanterías, nada estables, de los libros que compré y de cómo los devoraba tumbado en la cama, de los libros de La Gaya Ciencia y del Club Bruguera, tapa dura y colores chillones, que ocupaban una mesa en el fondo y que me hicieron un lector desordenado y apasionado.
Me vi, como si espiara al adolescente que fui, una Sophie Calle retroactiva, caminando por El Tubo de la Pérez a la de Inocencio Ruiz. Llevaba un gabán negro, que rozaba el suelo. En la de Inocencio sufría, porque no sabía nada de cómo eran los libreros de viejo, de sus manías y de sus costumbres. Y no sabía nada de Inocencio. Me gustaban la escalera de su librería y su enorme máquina de escribir, en la que a veces lo encontraba golpeando con fuerza las teclas. A diferencia de José Luis Melero, como relata en Leer para contarlo, apenas aprendí nada con los libros que compré en la librería de Inocencio, porque fueron pocos, y mis recuerdos tienen más que ver con el ambiente, maravilloso, que con la lectura.
Estaba en Madrid, pero realmente estaba en Zaragoza, veinticinco años atrás, en un día de invierno y con lluvia, husmeando en las baldas de la Pérez. Pensando en la mirada torva de Inocencio cuando me viera atravesar la puerta.
No sé cómo describir un olor. No basta con decir húmedo o profundo. Y mucho menos sé cómo describir lo que sentía cuando ojeaba y tocaba un libro: todavía sigo sin saberlo. Sé que en esos instantes me estaba transformando, algo parecido a lo que le sucedió a Peter Parker cuando le picó una araña.
Tres libros dedicados comprados en librerías de viejo
La casa de la araña, dedicado por Paul Bowles a Ángel Vázquez. En el Rastro de Madrid.
Museo de cera, dedicado por José María Álvarez a Francisco Umbral. En una librería de Majadahonda.
A Wave, dedicado por John Ashbery a Rafael Conte. En La Celestina.
El libro más antiguo dedicado
Poesías, de Gaspar Bono Serrano. Madrid, 1950. En la dedicatoria: «Al Excmo. Señor Don Juan Nicasio Gallego en muestra de estimación y respeto, el Autor».
El libro dedicado que más me divierte recordar
Dibujos animados, dedicado por mí a Silvia Bastos, que durante un tiempo fue mi agente literaria. Lo compré en la Librería Taifa, de Barcelona.
Un libro perdido
Encontré uno de los libros de Emilio Adolfo Westphalen, Arriba bajo el cielo, en un peligroso mercado de Lima. Conseguí que Teresa me acompañara al Hospital. Era un edificio de aire colonial. La habitación de Westphalen estaba en un ala de una galería acristalada. Cuando entré en su habitación, me pareció que entraba en un terrario. Miré al suelo para ver si había serpientes, pero no las vi. La enfermera nos dijo que el señor Adolfo se había despertado esa mañana de buen humor, pero que ya casi nunca hablaba. Westphalen estaba echado en la cama. Me miraba como si tratara de encontrarme en su memoria líquida. Un minuto después, dejó de mirarme: no era nadie.
Le conté que nos habíamos conocido en la Residencia de Estudiantes. Parpadeó. Y durante unos segundos volvió a mirarme tratando de conectar mi cara con su historia.
Las paredes de la habitación estaban llenas de fotografías.
La enfermera nos dijo que al señor Adolfo le gustaba que le vinieran a hacer compañía.
Saqué Arriba bajo el cielo y se lo di. Lo sujetó y lo miró, y luego lo abandhttp://www.blogger.com/img/blank.gifonó sobre la cama. Cerró los ojos y se durmió.
La enfermera me dijo en voz muy baja que él lo firmaría en cuanto tuviera un poco más de ánimo. Apuntó mi nombre en una hoja, que dobló y metió dentro del libro.
Al día siguiente, yo volvía a Madrid. Teresa me dijo que volviera al hospital a recoger el libro. Westphalen murió mientras mi avión cruzaba el Atlántico.
No sé si llegó a dedicar ese libro.
(Si consigues este ejemplar, dímelo.)

http://www.revistaparaleer.com/noticia/2011/10/10/adios-amigo-felix