JOSÉ RAMÓN AYLLÓN
Escritor y profesor de Filosofía y Literatura en Secundaria.
Nuestros escolares han vuelto a suspender en asignaturas fundamentales y comprensión lectora. Ya estamos a la cola de Europa. Si esto sigue así, al Museo de la Evolución Humana, a punto de ser inaugurado a la sombra de Atapuerca, habrá que cambiarle Evolución por Involución. Luego, tras el Informe PISA, viene Pérez Reverte y despedaza a los últimos ministros y ministras de Cultura, responsables –según él– de este hundimiento educativo. Parece decirnos, entre líneas, que con Franco leíamos mejor. Comparación odiosa donde las haya, sobre todo porque es la pura verdad, como todo el mundo sabe desde que la última evaluación internacional ha vuelto a poner el dedo en la llaga de la LOE y de su madre, la LOGSE.
Es fácil concluir que los Gobiernos y sus reformas contumaces tienen la culpa del triunfo de la ignorancia en nuestros lares. No seré yo quien lo niegue, pero me parece que esa culpa ha de repartirse un poco. Si lo que queremos es un chivo expiatorio, siempre tendremos una ministra a mano, aunque ya digo que así no haremos justicia. Sin apuntar a España, Steiner escribe La barbarie de la ignorancia y se queja de que, en todo el mundo, el noventa y nueve por ciento de los seres humanos prefieren –y están en su perfecto derecho– la televisión idiota, la lotería, el Tour de Francia, el fútbol o el bingo antes que la cultura escrita. El sabio profesor lleva toda su vida esperando que la escolarización obligatoria y la proliferación de bibliotecas cambien tal porcentaje, pero eso nunca sucede. Porque el animal humano es muy perezoso, mientras que la cultura es exigente.
Así que la cuestión no es de Gobiernos y ministros, sino mucho más profunda: con la naturaleza humana hemos topado, esa mezcla inestable y explosiva, explotada por una cultura del ocio que antes sencillamente no existía, y que ahora florece y se consolida gracias a una astronómica cuenta de resultados. Me explicaré un poco más. Es evidente que leer es una elección. Y que si tengo que escoger –como ha sucedido durante siglos– entre leer y estudiar, la probabilidad de acabar leyendo es alta. En cambio, si además de leer tengo la posibilidad de escuchar música, de manejar los mandos de la Play o la Game, de navegar por internet, de chatear, de poner unos mensajes por el móvil, de aprender inglés en una academia y clarinete en un Conservatorio, entonces también es evidente que la probabilidad de abrir un libro será mínima. Porque la lectura requiere tiempo y sosiego como la natación necesita agua. Y tiempo tranquilo es precisamente lo que ya no tenemos en nuestras sociedades opulentas. Tiene que resultar muy difícil leer en medio de la trepidación de un parque de atracciones, aunque en eso se están convirtiendo ciudades y hogares de una España que –en frase de Umbral– ya no es de izquierdas ni de derechas, sino de El Corte Inglés. Por si fuera poco, este nuevo estilo de vida, al que llamamos “progreso”, tiene otros efectos colaterales, contrarios a cualquier actividad intelectual. Bernat Soria acaba de reconocer que la cuarta parte de los jóvenes españoles juguetean con la droga y el alcohol de forma irresponsable. Y nos consta que las consultas de niños y adolescentes a psicólogos y psiquiatras aumentan en la misma proporción que las rupturas familiares.
¿Qué podemos hacer? “Apague y lea” es un buen lema, pero no es fácil aplicarlo, pues ya no estamos enchufados a un televisor, sino a una docena de cachivaches. Felipe –el simpático y apático amigo de Mafalda– estaba hace años en minoría. Hoy, por el contrario, Felipe somos todos –niños, jóvenes y adultos–, inmersos en una nueva civilización que –como señala Lipovetsky– ya no se dedica a vencer el deseo sino a exacerbarlo, de manera que la obligación ha sido reemplazada por la seducción, el bienestar se ha convertido en Dios y la publicidad en su profeta. Así, abotargados por la omnipresente cultura del ocio y el exceso de pan y circo, no es extraño que nuestros jóvenes padezcan la falta de voluntad de Felipe y la indiferencia desdeñosa del Manolito que se pregunta “a mí qué más me da si el Everest es navegable o no”. ¿Qué hacer?, repito. Creo que ésa es una buena pregunta.