lunes, 26 de abril de 2010

VICENTE VERDÚ Metamorfosis de la lectura

VICENTE VERDÚ 22/04/2010

A día de hoy se encuentran pocos sabios por el mundo y, en España, efectivamente, menos, pero si quedan algunos en esta nómina aparece Román Gubern. Sabio no sólo por lo muchísimo que sabe sino, también, por lo bien que sabe propagar y distribuir su saber. Numerosos libros suyos han analizado exhaustivamente las transformaciones en los medios de comunicación pretéritos y contemporáneos, han husmeado en el cine, la televisión o Internet, pero todo ello con una agudeza y generosidad que para sí quisieran los maestros internacionales en estas disciplinas.

Ahora acaba de publicar Metamorfosis de la lectura (Anagrama), que tiene la humildad de presentar como la ampliación de una conferencia pronunciada en México el año pasado. ¿Una conferencia? No pocas de las que se dictan hoy a media tarde dejan a la concurrencia con la sensación -tan temida por Ortega- de que habría empleado mejor el tiempo en otra cosa. Con la Metamorfosis, sin embargo, no es fácil señalar otra actividad, exceptuando la concupiscencia, comparable a la cómoda lectura de sus 120 páginas.

Los libros dejan, en el mejor de los casos, dos clases de regusto en la experiencia. Uno, el de haber vivido una peripecia excepcional, y, dos, el de haber sido inyectado con una impensada porción de lucidez.

Puesto que lo de Gubern no es una novela parecería que el primer obsequio se halla excluido de la oferta, pero tampoco, aunque parezca extraño, se pierde el lector esta ocasión emocional. Se obtiene, de hecho, tantas noticias curiosas extraídas en vivo de los entresijos de la historia que la sensación de sorber el tuétano del asunto convierte a la Metamorfosis en un asunto del paladar.

Pero encima, encima del paladar, en dirección al cerebro, se recrea (leyendo y leyendo) la intrigante historia de la lectura, desde la época en que muy pocos sabían descifrar los garabatos hasta el día en que la novela llegó a convertirse en un típico producto industrial.

Si el libro ("una tecnología del intelecto") fue condenado al nacer porque de un lado destruía la memoria y, de otro, encarcelaba a cada lector en su individualidad, con el tiempo ha venido a generarse un fenómeno inverso. Porque así como la pintura actual se recrea en la soledad de cada mirada personal, el best seller extiende su forma y argumento a una millonaria colectividad internacional.

Por añadidura, lo bueno de Román Gubern es que mientras tiene medio cuerpo ahincado en la cultura del libro, eleva su otro medio cuerpo por encima de la cintura para otear, destazar, defender o denostar los soportes y efectos de la nueva comunicación digital, la interfaz, la interacción y el "pantallismo" en general.

Estas líneas, en fin, no pretenden ser la recensión de un libro. Aspiran, sin embargo, a copiar el ejemplo de su autor y dar noticia de la muy interesante y copiosa información que se recoge en Metamorfosis de la lectura. Si los demás autores de libros aprovecháramos el papel con tanta eficiencia y productividad como hace Gubern no haría falta talar ni la mitad de los árboles, ni, acaso, haber ingresado tan pronto en este merequeté del libro electrónico y su palimpsesto de ficciones, acción e interacción. En resumen, con la redacción de estas líneas cumplo con mi conciencia periodística: quien quiera conocer hoy román paladino que lea a Román Gubern.

domingo, 25 de abril de 2010

El sonido del sol al caer en el mar


http://www.elpais.com/articulo/portada/sonido/sol/caer/mar/elpepusoceps/20100214elpepspor_4/Tes


JOSE SARAMAGO 14/02/2010

Entré en la obra de Gonzalo Torrente Ballester por su puerta mayor: La saga/fuga de J. B. Mi primera reacción al leerlo, sólo comparable a la que me había causado el Quixote, fue que un libro así no podía existir. A su lado todo me pareció pequeño, insignificante, innecesario, hasta el punto de llegar a decir más tarde que de buena gana daría dos o tres novelas mías a cambio de ser el autor de una obra que considero genial desde cualquier punto de vista que se analice. Cuando en los años ochenta, en Lisboa, pude conocer personalmente a Torrente Ballester esperaba encontrar a un titán, un atlante, una especie de San Sebastián capaz de llevar sobre los hombros el mundo entero. Era todo eso, pero no estaba a la vista. Tenía frente a mí a un hombre precozmente envejecido, medio ciego, bajo, con el cuerpo ladeado, una figura desconcertante que inmediatamente se reveló como el más agudo de los conversadores, sarcástico, brillante, de réplica instantánea como sucedió una noche en Faro ante un auditorio tan numeroso como fascinado. A uno de los presentes, supongo que español, se le ocurrió preguntar: “Don Gonzalo, ¿usted cree en Dios?”. La respuesta fue fulminante: “¿Y a usted qué le importa?”. Tuve todas las razones para ser amigo de Torrente y creo que él fue mi amigo, aunque a la manera un poco distraída con la que pautaba sus contactos con los demás y que creo es también una característica de los gallegos en general. Un día, estando en Lisboa, recibo una carta de una editorial francesa, Actes Sud, en la que se me invitaba a escribir un prefacio para la Saga/fuga. Aún hoy no sé por qué pensaron en mi persona para tan delicado trabajo. No tenía ninguna relación con el editor, ni personal ni profesional, pero la carta no dejaba dudas, venía dirigida a mí y me pedía que escribiese sobre Torrente Ballester. Tal vez nunca, hasta ese momento, había sentido con tanta intensidad lo que significa la responsabilidad de escribir. Me atreví a dejar de lado los habituales tópicos valorativos (falsamente valorativos, diría yo) y me lancé en los brazos de la imaginación. Imaginé, al contrario de lo que parece haberse señalado hasta la consumación de los siglos, que Alonso Quijano no enloqueció, antes dio lugar al otro que él también era, imaginé que la multiplicación de identidades que encontramos en la obra de Pessoa por la construcción de los heterónimos tiene una correspondencia clara en el equilibrio compensatorio establecido entre José Bastida y los semipersonajes que son el elegantísimo inglés Mister J. Bastid, el romántico portugués José Barbosa Bastideira, el bien parecido francés Monsieur Joseph Bastide y, finalmente, el imponente Joseph Petrovich Bastidoff, ruso y anarquista. Acabé el prefacio sentando a Gonzalo Torrente Ballester en un lugar al lado de Cervantes. Y el texto allá se fue para Actes Sud. Curiosamente, Gonzalo y yo nunca hablamos del asunto. Tiempo después, en un congreso en Santiago, leí lo que había escrito y me pareció, por los pequeños movimientos afirmativos de la cabeza, que a Torrente le estaba gustando lo que oía. A partir de ese momento nos volvimos más cercanos. Les visitamos, a él y a su incomparable Fernanda, en La Romana, después fueron ellos a Lisboa, a nuestra casa, y, un recuerdo que nada podrá apagar, estuvimos con ellos, Pilar y yo, en Roma, en la entrega del Premio Unión Latina, fue el extraordinario discurso en el que Torrente habló de los soldados romanos que cada tarde iban a Finisterre para oír cómo el sol caía en el mar. Podía haber sido el principio de la internacionalización de la obra de Torrente Ballester, pero el peso del pasado, esa supuesta y nunca suficientemente aclarada adhesión al franquismo, habrán dificultado la penetración de sus libros en la arena internacional. Otro encuentro inolvidable ocurrió en Santiago con Salman Rushdie y Jorge Amado. Acababan de estar Gonzalo y Fernanda en Lanzarote, que a uno y a otro les deslumbró, los encuentros con amigos nuestros de aquí, las cenas, las comidas, las largas conversaciones, la perra Greta, que se prendó de amor de Gonzalo. Después vino la enfermedad, las preocupaciones de todos nosotros por su estado de salud, que se fue agravando poco a poco, hasta el desenlace. Acompañamos el cortejo fúnebre a pie, como toda la gente, hasta el cementerio de Ferrol, donde la música de Negra sombra hizo la guardia de honor al descenso de Torrente Ballester a la tumba. Se había apagado la luminosa sombra de Gonzalo, había comenzado la sombra melancólica de la memoria. Hasta hoy y para siempre.

El fotógrafo Torrente Ballester



JUAN CRUZ 14/02/2010

El escritor, uno de los grandes del XX, tomaba fotos con pasión. Eso se sabía. Pero no tanto que la cámara era la prolongación de sus ojos casi ciegos y el medio para fijar detalles y lugares que necesitaba en sus novelas. Lo cuentan una exposición y un documental.

Los hijos lo sabían, toda la familia le veía hacer fotos; no iba a la calle sin una cámara. Aquel hombre que a los 30 años era casi ciego y siempre luchó para vencer la neblina que había ante sus ojos jamás soltó la máquina. En realidad, vivía pendiente de ellas. Durante años le dictó a un magnetofón, y hay guardadas en su fundación, que custodian sus hijos Álvaro y Marisa, presidente y vicepresidenta, cientos de horas atesoradas por él en esas máquinas que adoraba.

Es uno de los grandes escritores del siglo XX. Murió hace 11 años en Salamanca, y el 13 de junio hará 100 que nació en Serantes, cerca de Ferrol. Gonzalo Torrente Ballester era, además, cantor de tangos, tenía una ironía finísima con la que despreciaba todo lo que le oliera a solemnidad vacía, y aunque fue profesor ("un buen profesor", le dijo a Pablo Lizcano en una entrevista de televisión en 1984) y académico, lo que fue de veras fue un gran contador de historias cuyos libros La saga/fuga de J. B. y Los gozos y las sombras están en la historia de la literatura del siglo XX al lado de Valle Inclán o Unamuno.

Y era fotógrafo. En el documental que ha hecho su hijo Luis Felipe (periodista) con Daniel Suberviola para la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales (SECC) hay una imagen en la que Torrente aparece con una cámara supermoderna aplicada a sus ojos casi ciegos. En la sonrisa está aquel Torrente que amaba la coña casi como amaba el tango. Esa prolongación de sus ojos que era la cámara es la sustancia del descubrimiento que Miguel Fernández-Cid, especialista en arte y exposiciones, comisario con la profesora Carmen Becerra de la muestra Los mundos de Torrente Ballester (organizada por la SECC y la Fundación Gonzalo Torrente Ballester), hizo en la sede de la fundación en Santiago cuando buscaba material para la muestra que ahora se abre. Todo el mundo sabía que Torrente hacía fotos, pero para algunos eran documentos domésticos, placas que tiraba para pasar el rato. En esa colección que se pudo hacer con lo que hay en la fundación, Fernández-Cid y sus compañeros concluyeron que Torrente no miraba por mirar a través del aparato. Miguel recuerda que un día le dijo Torrente a Fernanda Sánchez-Guisande (su segunda esposa) en Washington ante un cuadro de Goya: "¡Mira, es lo que me faltaba para que mi ciudad volase!". Y retrató el cuadro, que iba a servirle para la escritura de La saga/fuga de J. B. Si ahora se lee ese libro, y otros, con el catálogo de la exposición en mano, y se siguen los surcos de esa pasión fotográfica, se verá, como indica Becerra, especialista en la obra de Torrente, "que las fotos eran como un cuaderno de apuntes". Como recalca Fernández-Cid, "la mayor parte de las obras están hechas siguiendo un recorrido narrativo, obedeciendo a un ojo que luego ha de trasladar esa imagen a la escritura de sus libros".

Becerra cree que, en efecto, la cámara fue prolongación de sus ojos casi ciegos. "Lo fotografiaba todo; era su memoria visual; una herramienta de escritor". Y lo veía todo. Hay una célebre imagen que les hizo a Torrente y a Borges (el argentino era totalmente ciego) el reportero Juantxu Rodríguez (asesinado en Panamá) en los ochenta: están junto a la Giralda, en Sevilla, y ambos miran sus bastones; cada uno lleva en la mano el del otro. Hablan, dice Álvaro Torrente -hijo de su segundo matrimonio, con María Fernanda-, de lo que les costaron; la foto es una metáfora del amor por la imagen de estos dos personajes de ojos oscurecidos. La profesora Becerra piensa que esta obsesión dota a su obra de un cierto aire flaubertiano; las fotos le permiten describir con precisión; acaso ese carácter tan visual de sus imágenes literarias le emparenta con el mundo del cine y la televisión, que en tiempos sucesivos iba a ser tan central en el desarrollo del trabajo novelístico de Torrente, que fue guionista y algunas de cuyas novelas fueron éxitos en ambas pantallas.

Era un ciego que quería ver por todos los medios: la escritura, la pintura, el cine, la fotografía, la música. Luis Felipe, también hijo de su segundo matrimonio, dice que esta pasión múltiple "tiene que ver con la vista"; aun en periodos de mayor ceguera se empeñaba en mirar, y veía bultos, luces, y por esa rendija hizo entrar la imaginación que le permitía ver más de lo que le sugerían las sombras. Las fotos, muchas veces, hicieron el resto, fueron los ojos de su memoria� El magnetófono (hubo muchos en la casa; en el documental se ven varios, algunos de los más antiguos) era su diario de trabajo y su confesor, pero rara vez volvía a lo grabado para seguir escribiendo. La voz grabada era, más bien, la afirmación de que seguía teniendo cosas que contar� Marisa, hija del primer matrimonio con Josefina Malvido, le recuerda apasionado "por cualquier tipo de máquinas: relojes, magnetófonos, de escribir� Herencia de su abuelo, el marino, que tenía los mismos hobbies�". Como un director de cine, señala, "localizaba sus historias, fotografiaba los sitios, para recordar luego lo que le interesaba de ellos". Eso le permitió la precisión; pero no le impidió, como señala Fernández-Cid, hacer lo que hacen los grandes narradores gallegos de su estirpe: "Rodear las cosas como si estuvieran más lejos, hasta que llegaba a ellas".

Era, cuenta Marisa Torrente Malvido, "más fotógrafo de sitios que de gentes"; acaso porque quería imaginarse a las personas, mientras que los lugares debían ser esos y no otros, así que los buscó y están en las fotografías como trasuntos de paisajes que pueden señalarse, por ejemplo, como propios de Los gozos y las sombras (Pontevedra) o La Saga/fuga� y Fragmentos de Apocalipsis (ambientada ésta en Santiago). Álvaro le recuerda "haciendo fotos, obsesivamente"; fotografiaba iglesias, y eran iglesias las que necesitaba para sus libros; y balcones, porque balcones necesitaba� Consideraba que la fotografía era un arte, y la respetaba mucho; pero su fuente de inspiración era la pintura: bodegones, paisajes� Como dice Fernández-Cid, como fotógrafo le interesaba componer, y como espectador del arte, las composiciones, y por tanto le gustaba descomponer los cuadros, fijarse en los detalles. Actuar sobre lo que veía como el narrador que fue: un tipo que se fijaba en todo.

Parecía distraído. En el documental de su hijo Luis Felipe aparece cantando ante las cámaras de TVE; muchas veces silba tangos, y otras se fija en algo ajeno al relato: el adminículo de un magnetófono, la ceniza del perpetuo cigarrillo. Pero siempre mira. Dice Álvaro que su ojo "era educado y curioso"; lo educó mirando pintura (Goya y Velázquez, el Renacimiento), contemplando paisajes . Pero ahora que Fernández-Cid, Becerra, sus hijos, su fundación y la SECC han logrado reconstruir todos sus mundos para esta exposición que da la vuelta a los gozos y las sombras de su ingente obra, lo que destaca es que lo que de veras hizo fue contemplar su interior, hablando consigo mismo, obsesivamente, ante un magnetófono, solo. Lo que hay dentro lo cuenta al empezar el documental de su hijo. De chico escuchaba las historias de las costureras, en su casa de Serantes, un mundo tan feliz que jamás será posible. Lo dice ante las cámaras de Epílogo, Canal+, en su última entrevista: jamás será posible tanta felicidad como la de aquella infancia, así que le daría pereza nacer de nuevo. Y ahí está la clave: ese Torrente que mira y que cuenta quiere reconstruir lo perdido. Por eso va hablando consigo mismo, retratando, contando. Para contarse a sí mismo. Y ésa es la raíz de su literatura.