sábado, 1 de octubre de 2011

Placeres de la lectura Alberto Manguel

Mi biblioteca es una suerte de autobiografía. En la proliferación de anaqueles hay un libro para cada instante de mi vida, para cada amistad, para cada desilusión, para cada cambio. Jalonan mis años como esas piedras blancas que marcan la ruta de un peregrino. Una anotación en el margen, una mancha de café, un olvidado boleto de tranvía sirven para señalar antiguos aniversarios. Mi ejemplar de Don Quijote (en dos volúmenes, editado por Isaías Lerner y Celina S. de Cortázar, con ilustraciones de Roberto Páez, publicado por la querida y llorada Eudeba, víctima como tantas buenas cosas de la dictadura militar) me vuelve a mi colegio nacional de Buenos Aires, a las deslumbradoras clases de literatura española en las que el mismo Lerner, brillante erudito, nos comunicaba su pasión por la lectura detenida, enseñándonos a demorarnos en un texto hasta saber de memoria su acogedora geografía. Lerner nos enseñó cómo hacernos amigos de los (al parecer) aterradores clásicos, cómo volverlos nuestros, cómo sentirlos íntimos sin que nos intimiden. La crónica de aquellos años se halla trazada en mi Garcilaso, mi Celestina, mi Berceo, mi Arcipreste de Hita. Mi amistad con ellos dura desde aquellas clases.
Mi placer en la lectura es aún más antiguo. Cuentos, leyendas, aventuras, las vidas ricas y arriesgadas del Capitán Nemo, de Sherlock Holmes, del Zorro Reinhardt y de Gatito, de Robinson Crusoe, de Pinocho, de Emilia y de Narizinho, y de tantos otros que conocí entre las cubiertas de un libro, fueron mías desde muy temprano. Dos aspectos de su lectura me deleitaban por sobre todo: saber la conclusión de sus viajes y poder olvidarla al abrir una vez más el libro. Uno de los encantos de la lectura, común en los libros y en los lectores de una cierta edad, es la repetición. Los teólogos han decretado que ni siquiera Dios puede volver a recorrer el pasado; este poder negado a todo Autor pertenece sin embargo a cada lector dispuesto a empezar nuevamente en la primera página de un cuento. Placer del diálogo con antiguos iluminados, placer de la aventura extraordinaria. También, y no menor, placer de la experiencia indirecta, vivida por otro para nosotros solos. Vivir en el Londres de Dickens, en el Madrid de Galdós, en la Sicilia de Pirandello; asistir a los descubrimientos de Fabre y de Plinio: sentir la pasión de Medea, la desolación de Törless, la rebelión de Montag, la tristeza de Pelo de Zanahoria –ser, por un momento, quienes soñaron ser estas criaturas levemente inmortales-. Vivir lo imposible: perderme en el oscuro placer de las pesadillas de Bioy, de Stevenson, de Wells, de Silvina Ocampo, de Cortázar, de Tibor Déry, de Kobo Abe.
A veces, la función de mis libros es revelatoria. Leer por primera vez a Benjamin, a sir Thomas Browne, a Chesterton, a Calasso, a Vila-Matas y ser guiado por un luminoso laberinto de ideas que parece construido para ayudarme a pensar, se me hace una experiencia equivalente a la iluminación de la que hablan los sabios. En esas tardes de epifanía el placer es puramente y hondamente intelectual, acto cuyo prestigio nuestras sociedades hoy desechan. A veces mis libros me ofrecen el simple placer de lo sonoro: leer versos de san Juan de la Cruz, de Darío, de Gertrude Stein, de Yves Bonnefoy, de Stefan George, de Antonio Botto, párrafos de Christa Wolf, de Lezama Lima, de John Hawkes, de Joyce, frases en las que la música del idioma prima sobre el sentido. Leer por ejemplo este verso del (para mí) desconocido Francisco de Aldana: “Que do sube el amor llegue el amante” me regocija, y confieso, después de años de frecuentarlo, no entenderlo.
A veces, la función de mis libros es la de relicario. Mi ejemplar de Redoble de conciencia, cuya cubierta color plata de la editorial Losada lleva apuntado un número de teléfono ahora para siempre secreto, me acompañó en una de mis excursiones al sur de Argentina durante mis años de colegio. Al borde de un lago al pie de los Andes, en torno a la fogata de nuestro campamento, después de cantar a pleno pulmón El ejército del Ebro, un compañero de clase abrió mi libro y nos leyó en voz alta un poema de Blas de Otero. Nos apasionó: Dios y la lucha revolucionaria convienen perfectamente a las pasiones del lector
adolescente. Años después, en Canadá, habiéndome enterado de la muerte de ese amigo en una cárcel militar de la Patagonia, encontré el poema que había recitado aquella noche y que termina así en la página 120: " Y yo de pie, tenaz, brazos abiertos, / gritando no morir. Porque los muertos / se mueren, se acabó, ya no hay remedio”.
No hay remedio. La lectura no consuela. En cambio puede, misteriosamente, servir de espejo. En un verso de Blas de Otero, en un párrafo del Quijote, en las menos prestigiosas palabras de Emilio Salgari o Conan Doyle, algo –una imagen, una música, una idea- adquiere para un determinado lector la calidad de traducción de una sensación precisa, de una intuición, una ocurrencia. El regreso de Ulises, la muerte de Melibea, el curioso martirio de San Manuel Bueno, la pasión de Clarisse en Esplendor de Portugal, la apenas comenzada vida de Tristram Shandy, las decorosas listas de Sei Shonagon, son algunas de esas páginas en las que he encontrado, repetidamente, el reflejo de mi experiencia. María Elena Walsh escribió hace muchos años un poema cuya conclusión dice así: “Y si alguna vez te desespera / un gran silencio, es el silencio mío”. Basta leer esto para no sentirme solo.
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Artículo publicado en Babelia el 31 de agosto de 2002 © El País