martes, 28 de septiembre de 2010

Medio centenar de colegios fomentarán la lectura con material sonoro y visual

Noticias agencias
Medio centenar de colegios fomentarán la lectura con material sonoro y visual
(Galicia) SOCIEDAD-SALUD,EDUCACION | > AREA: Educación
27-09-2010 / 18:10 h

Santiago de Compostela, 27 sep (EFE).- Más de 2.200 alumnos de 5º y 6º de primaria de 50 centros educativos participarán en una iniciativa promovida por la Xunta para el fomento de lectura, un proyecto que incorporará material sonoro y visual con el objetivo de animar a los escolares a tomar prestados libros en bibliotecas.

El programa, denominado 'Oes, eu leo', forma parte de las actividades organizadas por el Gobierno autonómico con motivo del Año del Libro y de la Lectura en Galicia, y responde a la necesidad de adaptar los recursos escolares a los nuevos tiempos y soportes, según un comunicado de la Xunta.

La campaña se desarrollará en medio centenar de centros educativos adscritos al Plan de mejora de bibliotecas, de los que 12 se ubican en la provincia de A Coruña, otros tanto en Lugo y Pontevedra, así como los 14 de Ourense.

El alumnado dispondrá de material visual y sonoro de obras significativas, lo que posibilitará a los docentes abrir nuevas posibilidades de trabajo con los estudiantes, como la lectura múltiple.

La puesta en marcha del programa responde al compromiso de la Xunta para que los escolares adquieran competencias lectoras "óptimas", recordó la Xunta en su comunicado.

El director xeral de Centros y Recursos Humanos, José Manuel Pinal, acompañado por el de Promoción e Difusión da Cultura, Francisco López, participaron hoy en el colegio de O Pombal de Vigo en el arranque de este iniciativa. EFE

sábado, 26 de junio de 2010

REPORTAJE: ESPECIAL TECNOLOGÍA - PERSONAJES La venganza de los ‘amateurs’ CRISTÓBAL RAMÍREZ 20/06/2010

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"Hay que hacer todo como un amante"

¿Sus padres en qué han trabajado?

Mi padre murió y mi madre vive. Mi padre tenía unos viveros de árboles frutales que la familia amplió después a otros tipos de árboles, y uno de mis hermanos lo transformó, finalmente, en uno de los primeros viveros de jardinería mediterránea.

¿Y no deseó continuar con ese negocio?

Bueno, a mis padres la guerra les interrumpió los estudios, pero siempre fueron personas de una gran curiosidad y con una gran inteligencia natural, tanto uno como otro. Siempre nos dieron libertad a los cuatro hermanos para hacer lo que quisiéramos. Mi padre me decía: "No importa lo que estudies, lo importante es que hagas aquello que te guste y que en el campo que escojas trates de ser de los mejores. Con eso basta".

Yo, por cosas de la vida que no sabría explicar, siempre tenía un libro en las manos. Para mí, la literatura fue, de hecho, el trampolín hacia el mundo de la ficción y de la imaginación. A los cinco o seis años veía un papel por la calle y lo cogía para leerlo, como respondiendo a una tendencia compulsiva.

¿Tenía en la familia o entre los amigos buenos aficionados a la lectura?

No, nadie, nadie. Por casualidad, a los 10 años me llegaron a las manos las obras completas de Julio Verne y durante todo un año no hice otra cosa que leer a Julio Verne. Hice una inmersión total, no jugaba, no seguía las clases, era Julio Verne por la mañana, por la tarde y por la noche.

Primero fue Julio Verne y después vino Homero.

¿Y cómo llegó Homero?

Pues porque, entonces, todavía los sábados por la mañana había clase en los institutos y nos hacían ir a la biblioteca. Yo fui un día a la biblioteca y cogí la Odisea y luego la Ilíada y ahí empecé a leer disfrutando cada vez más de un mundo paralelo donde parecía que podías navegar libremente. Donde uno mismo, partiendo de tu realidad física y corpórea, despegaba de su cuerpo y ya solo existía ese mundo donde había una creación que te abría a unos nuevos universos, otras cosas.

Realmente, durante esos años, el poco dinero que tenía me lo gastaba en libros. Así me dediqué a comprarme uno tras otro los premios Nobel de Literatura.

¿Y el dinero?

Mi madre me preguntaba cuando le pedía dinero si lo quería para leer o para estudiar, y yo le decía: "Es lo mismo". Entonces llegó el momento en que tenías que decidir qué querías hacer en la vida y fue a los 14 o 15 años cuando me preguntó la profesora de literatura qué estaba leyendo. Le contesté que estaba leyendo Cien años de soledad, y me dijo: "Ah, curioso, ¿podrías volver dentro de dos semanas y hacer una presentación del libro ante tus compañeros?". Respondí: "claro que sí, y volví a leerlo tomando notas para hacer la presentación. Pero entonces descubrí que el placer de la lectura había desaparecido, que mi placer se había convertido en un trabajo y lo que fuera un puro disfrute sin objetivo alguno se convertía en un trabajo con un objetivo. Entonces me dije: "Prefiero leer sin tener que dar ninguna explicación, disfrutarlo simple y llanamente".

Otra afición era el cine y otra también fue el arte. De las tres aficiones elegí la tercera porque no quería mancillar ni la primera ni la segunda con la contaminación del trabajo. Quería la experiencia pura y el disfrute puro.

¿La tercera afición le importaba, por tanto, menos?

Me importaba menos y, sobre todo, me permitía cobrar distancia respecto a ella. Me permitía dar un paso atrás y mirar las cosas con detenimiento, analizarlas y luego darles la vuelta. Pero con las otras pasiones no quería hacerlo. Si tú lees 2666, de Roberto Bolaño, y tienes que analizarlo sepierde mucho, se rompe el ritmo, se interrumpe el torrente. Esta era la cuestión.

¿Y estudió arte?

Estudié los dos cursos comunes de Geografía e Historia y, en el verano de 1976, al acabar el segundo curso, elegí la especialidad de Historia del Arte. Aquel año se celebraba la Bienal de Venecia dedicada a España desde 1936 a 1976, y yo, que ese verano había trabajado como guía en las visitas a la Cueva de las Calaveras en Benidoleig, próxima a mi pueblo, me costeé el viaje.

En esa Bienal fue la primera vez que vi arte moderno en vivo, porque hasta entonces solo había visto reproducciones en los libros.

De modo que lo que hasta entonces había sido un mundo sombrío en las páginas de los libros se convirtió en un universo colmado de colores y de energía. Era como encender la luz, pasar de repente al resplandor.

Y me dije: "Esto es lo que quiero hacer". Tenía muy poco dinero y quería comprar el catálogo de la Bienal, pero, una de dos, o compraba el catálogo o comía. Así que pensé: en España podrás comer lo que quieras, pero el catálogo no será fácil conseguirlo, así que me gasté el dinero en el catálogo.

Italia me fascinó esa primera vez, y cada año, desde entonces, iba en septiembre a ver arte.



http://www.elpais.com/articulo/portada/Hay/hacer/todo/amante/elpepusoceps/20100530elpepspor_7/Tes

viernes, 25 de junio de 2010

¿Por qué leer? Harold Bloom

¿Por qué leer?

Harold Bloom

[En: Letra internacional 67, verano 2000, pp. 4-8]

Importa, para que los individuos tengan la capacidad de juzgar y opinar por sí mismos, que lean por su cuenta. Lo que lean o que lo hagan bien o mal, no puede depender totalmente de ellos, pero deben hacerlo por propio interés y en interés propio. Se puede leer meramente para pasar el rato o por necesidad, pero, al final, se acabará leyendo contra reloj. Acaso los lectores de la Biblia, los que por sí mismos buscan en ella la verdad, ejemplifiquen la necesidad con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio definitivo es universal.

Para mí, la lectura como a una praxis personal, más que una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, aunque se realice en una biblioteca universitaria. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es Samuel Johnson, que comprendió y expuso tanto los efectos como las limitaciones del hábito de leer. Éste, al igual que todas las actividades de la mente, debía satisfacer la principal preocupación de Johnson, que era la preocupación por "aquello que sentimos próximo a nosotros, aquello que podemos usar". Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: "No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar y reflexionar." A Bacon y Johnson quisiera añadir otro sabio lector, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros "nos impresionan con la convicción de que la naturaleza que los escribió es la misma que los lee". Permítanme fundir a Bacon, Johnson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, en aquello que sintamos próximo a nosotros, aquello que podamos usar para sopesar y reflexionar, y que nos llene de la convicción de compartir una naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos, esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y luego deja que él te encuentre. Si te encuentra El rey Lear, sopesa y considera la naturaleza que comparte contigo, lo próximo que lo sientes de ti. No considero esta actitud que propugno idealista, sino pragmática. Utilizar esta tragedia como queja contra el patriarcado es dejar de lado los propios intereses primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; esto no es tan irónico como parece. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones y, más que ningún otro, sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que conoces como patriarcado.

En definitiva leemos –algo en lo que concuerdan Bacon, Johnson y Emerson- para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses. Este proceso de maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, y ello es la causa de que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus universitario, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda, los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. No se puede mejorar de forma directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. No puedo por menos que sentirme escéptico ante la tradicional esperanza de la sociedad, que da por sentado que el crecimiento de la imaginación individual ha de conllevar inevitablemente una mayor preocupación por los demás, y pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los placeres de la lectura personal con el bien común.

Lo triste de la lectura que se realiza por motivos profesionales es que sólo raras veces se revive el placer de leer que se sintió en la juventud, cuando los libros eran un deleite hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más contundentes, por ejemplo en El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y, sin embargo, no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando la televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe a un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el haber nacido como el tener que morir; es decir, de madurar. La lectura resulta incapaz de fortalecer su personalidad, que, por consiguiente, no madura. Esta situación sólo se puede solucionar recurriendo a alguna versión del elitismo y, por buenas o malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, quienes practican la lectura personal, jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a esos lectores que leen por sí mismos y no por unos intereses que, supuestamente, trascienden la propia personalidad.

En la literatura como en la vida, el mérito está muy relacionado con lo idiosincrásico, con esas superfluidades que hacen que empiece a captarse el sentido de lo escrito. No es casual que los historicistas -críticos que creen que todos estamos inexorablemente condicionados por la historia de la sociedad- consideren que los personajes literarios son meros signos en una página. Si no pensamos por nosotros mismos, Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Así pues, voy a enunciar el primer principio, a fin de renovar la manera en que leemos hoy, un principio que me apropio de Samuel Johnson: Límpiate la mente de tópicos. El diccionario nos dice que los tópicos o lugares comunes son fórmulas o clichés convertidos en esquemas formales o conceptuales. Dado que las universidades han potenciado expresiones como "sexo y sexualidad" o "multiculturalismo", la admonición de Johnson se convierte en: Límpiate la mente de tópicos pseudointelectuales. Una cultura universitaria en que la apreciación de la ropa interior de las mujeres victorianas sustituye a la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning recuerda las vitriólicas sátiras de Nathanael West, pero no es más que la norma.Una consecuencia involuntaria de esa «poética cultural» es que no puede surgir un nuevo Nathanael West, pues semejante cultura universitaria no podría soportar la parodia. Los poemas de nuestra tradicción cultural han sido reemplazados por la ropa interior que cubre el cuerpo de nuestra cultura. Nuestros nuevos materialistas nos dicen que han cuperado el cuerpo para el historicismo y afirman obrar en nombre del principio de realidad. La vida de la mente será aniquilada por la muerte del cuerpo, pero para esto poco se necesitan los hurras de una secta pseudointelectual.

Límpiate la mente de tópicos conduce al segundo principio de renovación de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni por el modo en que lo lees. El fortalecimiento de la propia personalidad es ya un proyecto considerable para la mente y el espíritu de cada cual: no existe una ética de la lectura. Hasta que haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, que forzosamente se restará a la lectura. El historicismo, tanto orientado al pasado como al presente, es una especie de idolatría, una devoción obsesiva a lo puramente temporal. Leamos, entonces, iluminados por esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros: El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué temer que la libertad que confiere el desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno llega a ser un lector como es debido, la respuesta a su labor lo confirmará como iluminación de los demás. Cuando leo las cartas de desconocidos que he recibido en los últimos siete u ocho años, por lo general me conmuevo tanto que no puedo responderlas. Su páthos, para mí, radica en que a menudo dejan traslucir un ansia de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de las mujeres y los hombres cultivados, y proféticamente agregó: «El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo». Se refería a los escritores grandes, a los hombres y mujeres representativos, es decir, que sirven de ejemplo y de modelo.

La función -olvidada en gran medida- de una educación universitaria quedó captada para siempre en «El intelectual americano», discurso en el que, acerca de los deberes del intelectual, Emerson dice: «Pueden considerarse parte de la confianza en uno mismo». Tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser un inventor. A la «lectura creativa», en el sentido de Emerson, la llamé en cierta ocasión «mala lectura», expresión que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La inanidad o la vaciedad que perciben cuando leen un poema sólo está en sus ojos. La confianza en sí mismo no es un don ni un atributo, sino una especie de segundo nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en al estratosfera y en otros mundos, si llegamos hasta allí. No se trata de una conspiración de la cultura occidental; contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo de este libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente falta de egoísmo, pero esta cualidad no es más que una metáfora para indicar que aquello que realmente distingue a Shakespeare, que es, en definitiva, una tremenda capacidad de comprensión. Con frecuencia, aunqueno siempre nos demos cuenta, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.

Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para la renovación de la lectura sea la recuperación de lo irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente cuando dice una cosa quiere decir otra, a menudo diametralmente opuesta. Pero, al enunciar el quinto principio –la postrada esperanza de recuperar la ironía–, me siento próximo a la desesperación, porque enseñar a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que desarrolle plenamente su personalidad. Y, sin embargo, la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.

Anduve de tabla en tabla
con paso lento y prudente.
Sentía en derredor las estrellas,
en torno a mis pies el mar.
Sabía que quizá la siguiente
fuera la pisada final.
Y anduve con ese precario paso
que algunos llaman experiencia.

Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero, a menos que nos disciplinen, todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede comprenderse a Dickinson, maestra de lo sublime precario, si no se aprecia su ironía. Va andando por el único sendero disponible, «de tabla en tabla»; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace que siente «en derredor las estrellas», aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la «la pisada final» le confiere ese «precario paso» al que no da nombre, aunque «algunos lo llaman experiencia». Dickinson había leído "Experiencia", el ensayo de Emerson -una pieza culminante, muy al modo en que «De la experiencia» lo fuera para Montaigne, su maestro- y su ironía es una respuesta amable al planteamiento inicial de Emerson: «¿Dónde nos encontramos? En una serie de acontecimientos cuyos extremos desconocemos y que, según creemos, no los tiene». Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pisada final. «¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que no nos lo dijera!» La consiguiente imagen poética de Emerson difiere de la de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en la manera de asumirla. En el dominio de la experiencia de Emerson «todas las cosas se difimunan y destellan», y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, los dos son sinceros, y en los efectos rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.

Al final del sendero de la ironía perdida hay una pisada final, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la de una edad literaria lo sea también de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico no sólo se habrá perdido lo que llamamos «literatura de invención» sino bastante más. Ya parece haberse perdido Thomas Mann, el más irónico de los grandes escritores del siglo XX. Se han publicado nuevas biografías suyas preocupadas, sobre todo, por probar su supuesta homosexualidad, como si la única forma de demostrar que aún tiene cierto interés para nosotros fuera certificar su condición de gay y darle así un lugar en los planes de estudios universitarios. De hecho, es lo mismo que estudiar a Shakespeare fundamentalmente por su supuesta bisexualidad; los caprichos del contrapuritanismo vigente se diría que no tienen límite. Aunque las ironías de Shakespeare, como cabe esperar de él, son las más amplias y dialécticas de la literatura occidental, no siempre nos transmiten las pasiones de sus personajes a causa de la vastedad e intensidad de sus registros emocionales. Por consiguiente, sobrevivirá a nuestra época: perderemos sus ironías, pero nos quedará el resto de su obra. Sin embargo, en el caso de Thomas Mann todas las emociones, narrativas o dramáticas, nos son transmitidas mediante un irónico esteticismo; de ahí que dar una clase sobre La muerte en Venecia o Unordnung und frühes Leid a la mayor parte de los estudiantes de nuestras universidades, incluso a los más dotados, sea una tarea casi imposible. Cuando los autores son dejados en el olvido por la historia, decimos acertadamente que sus obras son «propias de su época», pero creo que nos encontramos ante un fenómeno muy diferente cuando la causa de que hayan sido olvidados es la ideología historicista.

La ironía exige una amplia dosis de atención y la capacidad de albergar mentalmente en un momento dado doctrinas antitéticas, o que incluso choquen entre sí. Si la lectura es despojada de la ironía, pierde inmediatamente su carácter disciplinar y su capacidad de sorprender. Pregúntate qué es aquello que sientes próximo a ti, aquello que puedes usar para sopesar y meditar, y lo más probable es que te respondas: la ironía, incluso si muchos de tus maestros no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiará tu mente de los tópicos pseudointelectuales de los ideólogos y te ayudará a ser un intelectual que ilumine a los demás como una vela.

Cuando uno ronda los setenta, le apetece tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo transcurre implacable. No sé si Dios o la naturaleza tienen derecho a exigir nuestra muerte, aunque es ley de vida que llegue nuestra hora, pero estoy seguro de que nada ni nadie, cualquiera que sea el colectivo que pretenda representar o intente promocionar, puede exigir de nosotros la mediocridad.

Como durante medio siglo mi lector ideal ha sido Samuel Johnson, reproduzco mi pasaje favorito del prefacio con que encabecé su edición de las obras teatrales de Shakespeare:

Éste es, pues, el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño formarse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.

Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con todo el ser. Tengamos las convicciones que tengamos, somos algo más que una ideología; y Shakespeare tanto más nos habla cuanto mayor es la parte de nosotros que somos capaces de llevar hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee mejor de lo que podemos leerlo, aun después de habernos limpiado la mente de tópicos. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos exhorta a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros «éxtasis delirantes». Permítaseme ir más allá de Johnson y hacer hincapié en que debemos reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la muerte del autor; otro es el aserto de que tener personalidad propia es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son signos en una página. Un cuarto fantasma, y el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.

En cualquier caso, al fin el amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la alabanza de las muchas personas capaces de leer de forma personal con las que me voy encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens y demás escritores de su categoría porque la vida que describen es de tamaño mayor que el natural. En términos pragmáticos, se han convertido en la verdadera bendición, entendida en el más puro sentido judío de «vida más plena en un tiempo sin límites». Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas.

Sin embargo, el motivo más fuerte y auténtico para la lectura personal del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica de la lectura, y pienso que «dificultad placentera» es una definición plausible de lo sublime; pero depende de cada lector el que encuentre un placer todavía mayor. Hay una versión de lo sublime para cada lector, la cual es, en mi opinión, la única trascendencia que nos es posible alcanzar en esta vida, si se exceptúa la trascendencia todavía más precaria de lo que llamamos «enamorarse». Hago un llamamiento a que descubramos aquello que nos es realmente cercano y podemos utilizar para sopesar y reflexionar.

A leer profundamente, ni para creer, ni para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee. A limpiarnos la mente de tópicos, no importa qué idealismo afirmen representar. Sólo se puede leer para iluminarse uno mismo: no es posible encender una vela que dé luz a alguien más.

Iluminados por la lectura

Leer es un acto creativo que aviva la inteligencia, fortalece la personalidad y regala momentos de intimidad intensos.

Cuerpo y Mente Junio 2010

domingo, 13 de junio de 2010

Cómo ayudar a su hijo a aprender a leer UNA GUÍA PARA PADRES DE FAMILIA DEL PREESCOLAR AL TERCER GRADO

La Lectura es lo Primero
Cuando los niños leen bien en los primeros grados, es más probable que aumenten su
capacidad de aprendizaje durante y aun después de los años escolares.
Aprender a leer es una tarea difícil para los niños. Afortunadamente, investigaciones recientes indican
cómo podemos ofrecer a cada niño un buen comienzo con la lectura.
El aprender a leer bien implica el desarrollo de habilidades importantes, entre las cuales están:
● usar el idioma en conversación
● escuchar y responder a las historias que se leen en voz alta
● reconocer y nombrar las letras del alfabeto
● escuchar los sonidos de la lengua hablada
● conectar los sonidos a las letras para descifrar el “código” de la lectura
● leer a menudo de tal manera que los sonidos se reconozcan fácil y
automáticamente
● aprender y usar nuevas palabras
● comprender lo que se ha leído
Los maestros de preescolar y kindergarten preparan el camino para que su hijo aprenda a leer, usando
desde el comienzo ciertas habilidades necesarias. Los maestros de primero, segundo y tercer grado
tienen la tarea de desarrollar las destrezas que los niños van a utilizar todos los días por el resto de sus
vidas. Como padre de familia, usted puede ayudar a su hijo, entendiendo lo que los maestros le están
enseñando e informándose acerca del progreso de su hijo y del programa de lectura que se está
llevando a cabo en la clase.
Usted también puede ayudar a su hijo a convertirse en un buen lector. Aprender a leer requiere mucha
práctica,mucha más práctica de la que los niños tienen durante el día en la escuela. Este folleto describe
cómo debe ser un buen programa de lectura en la escuela y cómo usted puede apoyar este programa
por medio de las actividades que lleva a cabo con sus hijos.
El éxito escolar comienza con la lectura
Aprender a leer y a escribir en inglés es una de las destrezas más
importantes que su niño va a adquirir en la escuela. No importa si
usted habla inglés o español o ambos idiomas, gran parte del
aprendizaje de la lectura puede llevarse a cabo en el hogar. Las
actividades incluidas en este folleto fueron diseñadas para que
todos los padres de familia ayuden a sus hijos en el hogar.
Estas ideas prácticas son el resultado de investigaciones que
indican la manera en que los padres de familia y los maestros les
pueden ayudar a los niños a aprender a leer. Lo invitamos a que
participe activamente en la educación de su hijo y haga estos
ejercicios de lectura en el hogar.
En la escuela usted debe ver que los profesores…
●Enseñen los sonidos del idioma. Los maestros ofrecen a los niños la oportunidad de
practicar los sonidos que componen las palabras. Los niños aprenden a agrupar los sonidos
para componer palabras y a separar las palabras en cada uno de los sonidos.
●Enseñen las letras del alfabeto. Los maestros les ayudan a los niños a reconocer el nombre
y la forma de cada una de las letras.
●Ayuden a los niños a aprender y a utilizar palabras nuevas.
●Lean a los niños todos los días. Los maestros leen con expresividad y hablan con los niños
sobre lo que están leyendo.
Usted puede ayudar en el hogar…
● Practicando los sonidos de la lengua.
Lea libros de versos y rimas. Enseñe a sus
hijos rimas, poemas cortos y canciones.
Haga juegos de palabras fáciles, como
¿Cuántas palabras puedes formar que
suenen como la palabra “bat”?
● Ayudándole a su hijo a separar
los sonidos que forman las palabras
oralmente y luego a unirlos de
nuevo. Ayude a su hijo a separar los
sonidos de las palabras, a escuchar los
sonidos del comienzo y del final y a
agrupar los sonidos que ha separado.
● Practicando el alfabeto,
señalando las letras donde las vea
y leyendo libros que enseñen el
alfabeto.











Si su hijo apenas está
empezando a aprender a leer
En la escuela usted debe ver que los profesores…
●Enseñen la fónetica sistemáticamente señalando cómo están relacionados los sonidos
y las letras.
●Ofrezcan a los niños la oportunidad de practicar la relación entre la letra y el sonido
que están aprendiendo. Los niños deben tener la oportunidad de practicar los sonidos y las
letras leyendo libros fáciles que utilicen palabras con la relación entre letra y sonido que están
aprendiendo.
●Ayuden a los niños a escribir las relaciones entre letra y sonido que saben, usándolas
en palabras, frases, mensajes y en sus propios relatos.
●Muestren a los niños diferentes maneras de pensar sobre lo que están leyendo y de
entender el contenido. Los maestros
deben hacerles preguntas a los niños para
mostrarles las diferentes formas de
comprender el significado de lo que
están leyendo.
Usted puede ayudar en
el hogar…
●Señalando la relación entre
letra y sonido que su hijo
está aprendiendo cuando
la vea en etiquetas, cajas,
periódicos, revistas y
letreros.
●Escuchando a su hijo leer
las palabras y los libros
que trae de la ecuela.
Sea paciente y escuche
mientras su hijo practica.
Demuéstrele lo orgulloso
que está de su progreso en la lectura.
Si su hijo apenas está
empezando a leer
En la escuela usted debe ver que los profesores…
●Continúen enseñando la relación letra-sonido a los niños que necesiten más práctica.
Los niños necesitan un promedio de dos años de instrucción para aprender la relación
letra-sonido y para aprender a deletrear y a leer bien.
●Enseñen el significado de las palabras, especialmente las palabras que son importantes
para entender un libro.
●Enseñen diferentes maneras de aprender el significado de nuevas palabras. Puesto que
los maestros no pueden enseñar a los estudiantes el significado de todas las palabras que ellos
ven o leen, se les debe enseñar a usar el diccionario para aclarar el significado de las palabras.
Se les debe enseñar a utilizar las palabras conocidas y las partes de una palabra para deducir
el significado de otras y a utilizar el contexto de la oración para deducir el significado de una
palabra.
●Ayuden a los niños a entender lo que ellos están leyendo. Los niños que saben leer bien
piensan mientras leen y saben si lo que están leyendo tiene sentido. Los maestros les ayudan a
los estudiantes a comprobar si entienden lo que están leyendo. Cuando los niños tienen alguna
dificultad, el profesor les enseña las maneras de averiguar el significado de lo que están leyendo.
Usted puede ayudar en el hogar…
●Leyendo varias veces los libros conocidos. Los niños necesitan practicar la lectura con
comodidad y deben leer con expresión los libros que ya conocen.
●Fomentando la precisión de la lectura. Mientras su hijo lee en voz alta, señálele las palabras
mal leídas y ayúdele a leerlas correctamente. Si usted interrumpe la lectura para concentrarse
en una palabra, haga que su hijo lea nuevamente toda la oración para asegurarse de que
entiende el significado de lo que lee.
●Mejorando la comprensión de la lectura. Hable con su hijo acerca de lo que está leyendo.
Hágale preguntas sobre las palabras nuevas y sobre lo que ha pasado en el cuento. Hágale
preguntas sobre los personajes, lugares y acontecimientos. Pregúntele qué aprendió en el libro
que acaba de leer. Anime a su hijo a que lea por su propia cuenta.
Si su hijo ya sabe leer
● Converse con su hijo durante las comidas y en otros
ratos que estén juntos. Los niños aprenden palabras
más fácilmente cuando las oyen frecuentemente. Aproveche
toda oportunidad para presentarle palabras nuevas e
interesantes.
● Lean juntos todos los días. Dedique tiempo para contar
cuentos, hablar de fotografías y aprender palabras.
● Sea el mejor defensor de su hijo. Manténgase informado
sobre el progreso de su hijo en la lectura. Pregúntele al
maestro en qué forma puede usted ayudar a su hijo.
● Conviértase en lector y escritor. Los niños aprenden las
costumbres de las personas que los rodean.
● Vaya a la biblioteca con frecuencia. La biblioteca tiene
actividades para toda la familia, como por ejemplo, lectura de
cuentos, servicio de computadoras, ayuda con las tareas y otros
eventos para el disfrute de toda la familia.
Convierta la
lectura en una
actividad de
cada día

La lectura es lo primero
Cómo ayudar a su niño a aprender a leer
Consorcio para la Lectura
Este folleto fue publicado por el Consorcio para la Lectura (The Partnership for Reading), con la
colaboración de El Instituto Nacional de Alfabetización (NIFL siglas en inglés), el Instituto Nacional de Salud
Infantil y Desarrollo Humano (NICHD siglas en inglés), el Departamento de Educación de los Estados
Unidos, y el Departamento de Salud y Servicios Humanos de los Estados Unidos con el objetivo de ofrecer
las investigaciones sobre la lectura a la disposición de educadores, padres de familia, legisladores y otros
interesados en ayudar a las personas a leer bien.
La Corporación de Investigación RMC (RMC Research Corporation) desarrolló este folleto con fondos
provenientes del Instituto Nacional de Alfabetización bajo el contrato número ED-00-CO-0093. Los
comentarios y las conclusiones no necesariamente representan el punto de vista o la política del NIFL,
NICHD, o del Departamento de Educación y tampoco se debe suponer el endoso del gobierno federal.
El Instituto Nacional de Alfabetización
El Instituto Nacional de Alfabetización es una organización federal independiente que apoya el desarrollo de
servicios de alfabetización de alta calidad a nivel estatal, regional y nacional para que todos los americanos
puedan desarrollar las destrezas necesarias para el éxito en el trabajo, en el hogar y en la comunidad. El
Instituto Nacional de Alfabetización administra el Consorcio para la Lectura y otros programas que
promueven la alfabetización de niños y adultos. Para más información sobre el NIFL y la lectura, visite la red
www.nifl.gov.
Para recibir una copia del reporte Teaching Children to Read (disponible solamente en inglés) preparado por
el Panel Nacional de Lectura (National Reading Panel), que sirvió de base para la información incluida en este
folleto, visite la red www.nationalreadingpanel.org.
Para obtener copias adicionales de este folleto, comuníquese con el Instituto Nacional de Alfabetización a la
dirección: ED Pubs, PO Box 1398, Jessup, MD 20794-1398;Teléfono: 1-800-228-8813. Fax: (301) 470-1244.
Correo electrónico: edpubs@inet.ed.gov. También puede tener acceso al documento en la red
www.nifl.gov.

sábado, 5 de junio de 2010

El resplandor de la biblioteca DAG SOLSTAD 05/06/2010



DAG SOLSTAD 05/06/2010

La literatura noruega del siglo XX, como la danesa o la sueca, procede de unas clases populares educadas en la lectura. El autor participará en la mesa redonda de EL PAÍS y Babelia en la Feria del Libro de Madrid el 13 de junio.

Los países nórdicos son cinco: Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia. Mientras que Escandinavia consta de Dinamarca, Noruega y Suecia, y aquí me concentraré en los países escandinavos, que son los que mejor conozco. Desde fuera puede resultar difícil distinguir entre los tres países escandinavos, pero el tema que voy a tratar tampoco nos lo exige necesariamente. Aunque vistos desde dentro, existen tales diferencias que a nosotros nos resulta complicado decir que se trata del mismo asunto. Un ejemplo es el hecho de que, a pesar de que se trata de tres países luteranos, la religión funciona de modo diferente en cada uno de ellos. Los orígenes luteranos del cineasta Ingmar Bergman, por ejemplo, son de un carácter institucional y académico, mientras que la mayoría de los autores noruegos con orígenes religiosos se han criado en una tradición popular, de predicadores no académicos. La religiosidad institucional sueca, por tanto, nos resulta a los noruegos poco menos que incomprensible. Para eso nos reconocemos más en el escritor sueco Per Olov Enquist, aunque al leerlo pensamos asombrados: vaya, quién diría que la popular Iglesia pentecostalista ha tenido tanta fuerza en ese país, siempre habíamos creído que se trataba de un fenómeno particularmente noruego. Este mismo asunto se aprecia en el hecho de que una característica de la literatura escandinava del siglo XX es que procede de las profundidades de las clases populares, y no de las capas altas de la sociedad. Aunque este rasgo es aplicable a todos ellos, existen no obstante grandes diferencias, diferencias apenas visibles desde fuera, pero desde luego decisivas a la hora de hablar de una literatura danesa, sueca o noruega. Las diferencias están ahí, son de carácter histórico y cultural, visibles para nosotros, invisibles para el gran mundo.

Ahora bien, ese rasgo común, el hecho de que los autores sean en gran medida reclutados en las clases populares, es fácil de percibir. Aparte de en Estados Unidos, esto sólo ocurre en Escandinavia y resulta realmente curioso. Ya en torno a 1850 aparecieron en Noruega autores característicos que procedían del campesinado pobre, escritores que más tarde han sido incluidos entre los clásicos de nuestra literatura nacional. No emergieron como parte de un levantamiento social, sino como resultado de una estrategia de instruir a las clases populares que impregnó nuestro país. La meta era elevar la educación del pueblo. Crear un pueblo ilustrado. Colegios públicos. Bibliotecas públicas. Jabón. Baños de vapor en las ciudades. Periódicos. Libertad de reunión.

La práctica totalidad de los escritores noruegos son resultado de esta estrategia de ilustración popular que empapó el país, sin importar la procedencia de sus antepasados. Casi todos somos además hijos de la socialdemocracia y de la eclosión social del movimiento obrero. Echando un vistazo a mi propia generación y, por ejemplo, a aquellos con los que colaboré en una revista de jóvenes literatos a finales de la década de 1960, podría decir que dos eran hijos de intelectuales, uno de un campesino pobre, otros dos de campesinos normales y corrientes, y otro procedía del ambiente proletario de las fábricas; en nuestro círculo cercano había además dos escritores hijos de predicadores. Y luego estaba yo. ¿Quién era yo? Yo era un chico pobre. Antes de debutar como escritor y entrar en la redacción de una revista en la capital, me crié en una pequeña ciudad de la costa noruega como el hijo de una dependienta viuda. Se me ofrecieron todas las posibilidades. Se me ofreció una educación. No fui ninguna lumbrera, el chico pobre era un vago que hacía novillos y prefería leer novelas a estudiar la gramática inglesa. Pero no me avergonzaba de ello, no estaba agradecido por las posibilidades que se me brindaban y tampoco nadie me exigía agradecimiento. ¡Menos mal! Yo leía novelas. La literatura mundial y la nacional, indistintamente, pero sólo aquella que me gustaba, sólo aquellos autores a los que admiraba y que me entusiasmaban: Dostoievski, Grass, Gombrowicz, Sandemose, Mykle, Kafka, Camus, y más tarde Thomas Mann, Proust, Céline, Borges, Márquez, Singer, Kundera, Freud, Kierkegaard. Así esperamos los hijos y las hijas del pueblo a que llegara nuestro tiempo. Los nombres de nuestros autores preferidos podían variar algo, pero el factor común era esa mezcla de la literatura mundial y la nacional, lo particular de mi lista seguramente es la ausencia de la literatura angloamericana.

Y lo que es más importante: junto a nosotros, junto a los escritores noruegos del futuro, había miles y miles de personas haciendo lo mismo. Eran los nuevos lectores, los que provenían del pueblo llano. Muchos de ellos eran como yo, un chico socialdemócrata que aterrizó en el extremo del ala izquierda. Mis futuros lectores: procedían del pueblo y eran unos jodidos esnobs, no se contentaban con dominar el mando a distancia del televisor en cuyas entrañas el Estado y el comercio luchaban por la hegemonía. Sino que conocían el resplandor de la biblioteca, porque se habían educado entre los tesoros de los miles y miles de metros de estantes de las bibliotecas populares. Buscaron una lectura que aspirara a lo sublime, o lo imposible, si se quiere. Yo fui un joven muy solitario, ignoraba por completo que ya había sido inscrito en un enorme ejército, que desde luego no era el de la OTAN.

Lo cierto es que así fue la década de 1960 en Noruega, y es probable que en todos los países escandinavos fuera igual. No me atrevo a hablar más que de mi propio país, e incluso dentro de él me siento limitado a mi propia generación, aunque la estire hasta considerar que abarca media vida en ambas direcciones. Si en estos momentos la literatura nórdica se considera interesante desde fuera, desde luego no se puede deber al factor dinero, en el que se supone que al menos los noruegos estamos nadando. Permitidme decirlo: Noruega siempre fue el primo económicamente pobre en la familia escandinava. Ahora, por fin, parece que la pequeña Noruega tiene una base lo bastante sólida como para apostar por la cultura en la misma medida en que siempre lo han hecho países como Dinamarca y Suecia. Pero no, los fundamentos de la literatura seria noruega se pusieron mucho antes de que la edad del petróleo, según dicen, nos cambiara a todos. En Noruega, una política literaria sensata, aunque bastante austera, puesta en marcha para salvar la literatura nacional de un país pequeño de la destrucción propiciada por la nueva realidad mediática que surgió en la década de 1950, ha dejado huellas duraderas tras 50 o 60 años de funcionamiento. Apoyada también por la ya mencionada explosión que tuvo lugar en la educación de la juventud en la década de 1960. Esa explosión en la cual aún nos recreamos. Antes de que el comercialismo se hiciera con la hegemonía y, como casi todos los ganadores, se quedara con todo, convirtiendo a todos en clientes y consumidores.

lunes, 31 de mayo de 2010

El mundo en un jardín

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 29/05/2010

En una habitación con una cama y un pequeño escritorio y en un jardín que incluía un huerto de verduras y frutas pasó Emily Dickinson la mayor parte de su vida. Desde la ventana, en el piso alto de la casa, veía el jardín y más allá los prados cercanos y un bosque. De un espacio de dimensiones tan breves y de un universo humano que no pasaría de una docena de personas -algunas de ellas frecuentadas tan sólo por correspondencia- extrajo los materiales para un universo poético de una originalidad y una hondura que no se agotan nunca por mucho que uno las explore. Emily Dickinson vivió cincuenta y seis años sin salir casi nunca de un pueblo de Nueva Inglaterra cuyo aislamiento nosotros no somos capaces de calibrar. Su contacto con el mundo exterior más allá de las escasas lejanías de su jardín era el correo. Escribía cartas en las que muchas veces incluía flores prensadas cuidadosamente y poemas. En las cartas, como en los versos, el microcosmos de lo más cercano adquiere la amplitud misteriosa que encontrábamos en los mapamundis los niños fantasiosos de otras épocas. Cuando era joven y todavía aceptaba un cierto grado de vida social la letra de Emily Dickinson tenía largos rasgos cursivos que se encabalgaban románticamente los unos sobre los otros. Según se hizo mayor y más solitaria, la escritura se vuelve angulosa y sin adornos, las letras muy separadas entre sí, con una sugerencia de espacios en blanco y de palabras sincopadas, un despojamiento entre de epigrama japonés y telegrafía de los secretos del alma. Terminaba las frases y los poemas no con un punto sino con un guión: como para alertar de una continuidad posible, y también de la dificultad de decir, el guión como un dedo índice que apunta hacia lo que no se ha dicho. Cuando escribía a lápiz y no a pluma la sensación de cautela es todavía mayor: el lápiz sólo roza el papel, no lo empapa de tinta. Lo que el lápiz escribe parece que no quiere imponerse sobre la superficie blanca.

Otros poetas nos sobrecogen, o nos arrebatan, o nos ofrecen un amparo íntimo contra la intemperie áspera de la realidad, o nos alientan para hacerle frente. Emily Dickinson nos hipnotiza. En ese retrato con sus hermanos en el que todavía es una niña sostiene en la mano izquierda una rosa y un libro y su cara emerge del cuello de encaje del vestido y de la penumbra del óleo como la de alguien que ya mira serenamente el fondo de las cosas. Mira con mucha atención no sabemos a qué y a la vez permanece ensimismada. Desde que era muy niña / notaba que la gente desaparecía, dice en un poema. Tiene las mejillas rosadas, la frente y el cuello muy pálidos, casi azules, el pelo rojizo muy corto. Se parece mucho a su hermano y a su hermana, de los que no se separará nunca a lo largo de su vida, pero en ella hay una rareza que la aísla, un aire ligeramente más cordial y a la vez de mayor reserva, de aceptar el mundo con agrado y sin embargo no sentirse del todo parte de él, como de ver lo que otros no ven, esos fantasmas de la gente que antes estaba y ya no. Ella es la única de los tres que lleva algo en las manos. El libro abierto y la flor y la expresión tan serena y ausente nos recuerdan a esas santas algo sombrías de Zurbarán que sostienen como ofrendas los símbolos de su martirio. Miro esa cara y me acuerdo de otro poema que tiene algo de cantinela infantil, de juego del veo veo en el que uno se aparta las manos que le tapaban la cara y de pronto no ve a nadie:

I'm Nobody! Who are you?

Are you - Nobody -too?

Yo soy Nadie. ¿Quién eres tú?

¿Eres -Nadie- también tú?

En Emily Dickinson las rimas y ritmos evidentes, igual que en William Blake, acentúan la sugestión de encantamiento. Y cuando se quiebran, cuando desaparecen del todo, el efecto de hilo cortado o de labios que se cierran cuando estaban a punto de emitir una palabra es todavía más poderoso. El suyo es uno de esos talentos que no tienen predecesor ni admiten discípulos y son inmunes por igual al homenaje y a la parodia. El linaje de Emily Dickinson es el de los raros absolutos: en el más breve de sus versos está ella y nadie más que ella tan íntegramente como está Thelonious Monk en dos notas consecutivas del piano o Paul Klee en los palotes simples de un dibujo. En un poema de Emily Dickinson hay ese hechizo que nos devuelve al mundo perdido de los encantamientos verbales y las canciones de cuna, a los miedos y las maravillas secretas de la infancia. Para casi todo el mundo la primera casa de la que tenemos recuerdo y el primer jardín son paraísos situados en las lejanías últimas de la memoria. Pero Emily Dickinson vivió siempre en la misma casa en la que había nacido, y por una extraña virtud de su inteligencia y de su sensibilidad da la impresión de que no dejó nunca de ver las cosas más comunes con la atención fascinada, con la mirada primitiva de un niño, lo cual no sólo resulta compatible con la madurez, sino quizás es un atributo necesario de la sabiduría. En su jardín estaba el universo de la botánica y de la zoología y en su alma sellada el terror y la fascinación de la muerte, el fuego críptico de las pasiones que no llegan a convertirse en actos, ni siquiera en palabras en voz alta.

Con qué atención nos mira en esa foto que se conserva de ella, la mujer todavía joven vestida y peinada a la moda de hace más de siglo y medio pero también muy moderna en su actitud, en la franqueza inteligente de los ojos, en el gesto de la boca. Se volvió todavía más reclusa y decidió vestir siempre con el mismo vestido blanco. Salía a cuidar el jardín en las noches de luna. Después de su muerte su hermana Lavinia encontró casi dos mil poemas manuscritos en un baúl en su habitación.

Qué cansancio -ser -alguien!

Qué público -como una rana-

Decir el propio nombre-...

Emily Dickinson, tan sigilosa, tan invisible, resalta ahora con una rotundidad que a ella le habría desconcertado en un jardín mucho más grande que el suyo, el Botánico de Nueva York, un edén de invernaderos, árboles como catedrales, laderas de hierba, macizos vibrantes de flores, que está en medio del Bronx. En la media luz de una sala cerrada pueden verse algunas de sus cartas de escritura casi desvanecida y una copia de su vestido blanco, que tiene algo de gala de un fantasma. En el interior del invernadero y en los jardines las flores que ella amaba se mezclan con poemas suyos y fragmentos de cartas. En la mañana de mayo una abeja liba en el largo pistilo de un lirio y el éxtasis botánico al que se entrega tiene la precisión ligeramente ebria de una estrofa de Emily Dickinson

jueves, 6 de mayo de 2010



Discos convertidos en nubes de palabras




Por: Mikel Iturriaga04/05/2010

¿Cuáles son las palabras que más se repiten en un disco? Una idea aproximada y muy visual de los conceptos que marcan cada álbum se puede obtener con Wordle. Esta aplicación de Internet transforma cualquier texto en una nube con los términos más usados, asignando a cada uno de ellos un tamaño proporcional a las veces que aparece. El resultado es una curiosa imagen formada por palabras, que revela el estilo y el universo de cada letrista.

Si no has entendido nada, no te preocupes: los ejemplos concretos hacen fácilmente comprensible esta herramienta, que la revista NME aplicó a las letras de varios álbumes anglosajones en un especial dedicado a los mejores letristas del pop británico. Aquí hemos hecho lo propio con 10 álbumes españoles de distintas épocas y géneros.

Para ver las nubes en grande, haz click en la imagen.


1. 'MEDITERRÁNEO'

La palabra más repetida en Mediterráneo, el disco por excelencia de Joan Manuel Serrat, es amor, y algo de su apego a lo natural se detecta en el tamaño de mar, viento, sol, camino o pueblo.

Serrat mediterraneo


2. 'LA LEYENDA DEL TIEMPO'

Amor triunfa de nuevo en La leyenda del tiempo, de Camarón, seguida a corta distancia por el muy flamenco "ay". Lo andaluz y la presencia de Federico García Lorca, de cuyos poemas nacieron la mitad de las letras del álbum, se siente en otras palabras de la nube.

Camaron la leyenda del tiempo


3. 'LA LEY DEL DESIERTO, LA LEY DEL MAR'

El equilibrio y la falta de términos dominantes de La ley del desierto, la ley del mar, de Radio Futura, son una muestra de la riqueza verbal de las letras de Santiago Auserón.

http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/2010/05/discos-en-nubes-de-palabras.html#more

martes, 4 de mayo de 2010

ROSA MONTERO MANERAS DE VIVIR Cómo convertir el ‘Quijote’ en un ladrillo

http://www.elpais.com/articulo/portada/convertir/Quijote/ladrillo/elpepusoceps/20100502elpepspor_17/Tes

ROSA MONTERO 02/05/2010

Cada vez que llegamos al 23 de abril, Día del Libro, se nos llena la boca de proclamas de encendido amor a la lectura. Este año también ha sido así, naturalmente, y la fiesta ha mostrado su habitual catálogo de libreros quejosos, editores dolientes, escritores ansiosos de lectores. Somos un gremio algo llorica, el gremio de las letras, y todo el tiempo repetimos obsesivamente la misma canción: tenemos que fomentar el gusto por los libros, debemos inculcar el amor a la literatura en las nuevas generaciones, hay que hacer más lectores. Objetivos que comparto, desde luego, y que me parecen de perlas. El problema es que no sé cómo se compaginan todos esos propósitos tan buenos con los planes de estudio vigentes, que parecen diseñados maquiavélicamente para crear aborrecimiento hacia la lectura.

Para empezar por el principio: siempre me ha parecido una barbaridad obligar a los adolescentes a leer el Quijote. Y no sólo eso: la enseñanza de la literatura en la educación secundaria española es un completo disparate. Por ejemplo, en 3º de la ESO (catorce años) tienen que estudiar el periodo comprendido entre la Edad Media y el siglo XVIII. Chavales que no han leído jamás una novela por propio placer y que no han descubierto todavía que entre las páginas de un libro cabe el Universo, tienen que tragarse por narices el Mio Cid, que no sé si ustedes lo recuerdan o lo han leído, pero que desde luego es considerablemente espeso. “Con el agravante de que los programas de Historia y de Literatura no están coordinados, de manera que se les habla de épocas que ni siquiera han estudiado antes, lo que genera situaciones entre absurdas y grotescas”, dice Fernando López, un joven dramaturgo y narrador (a finales de año saldrá su segunda novela, La edad de la ira) que además lleva cuatro años dando clases de literatura en un instituto.

Hace unos días mantuve con Fernando una larga, instructiva y llorosa conversación: ya he dicho que las gentes de letras somos un poco plañideros. Pero es que la situación es como para soltar lágrimas gordas. Porque además entre estos chicos y chicas que tienen que leer literatura medieval a los catorce años hay numerosos emigrantes con grandes dificultades para hablar en español correctamente. Me imagino que para ellos sumergirse en el Cid debe de ser como aterrizar en Marte. Claro que a los españoles veteranos no les va mucho mejor, porque tampoco entienden una palabra del lenguaje y porque les importa un pimiento ese mundo tan raro y tan ajeno. Por otro lado, los planes de estudio están tan apretados y tan concentrados en cosas como la morfología y la sintaxis que los profesores que quieren dar otros contenidos y recomendar además otras lecturas no tienen casi espacio para moverse. Y encima se ven obligados a luchar contra la burricie de las familias: “Aunque sólo llevo cuatro años dando clase, ya ha venido algún padre indignado a preguntarme por qué su hijo pierde el tiempo leyendo cuando debería estar estudiando”, dice Fernando.

Luego entramos en el Bachillerato y la cosa sigue empeorando. Porque ahí, a los 17 y 18 años, es cuando se tienen que meter entre pecho y espalda el Quijote y La Celestina, dos textos verdaderamente maravillosos pero dificilísimos de digerir a esa edad. Los clásicos son una estación de llegada, no de partida. Hace falta haber leído y haber vivido bastante para poder gozarlos. La obligatoriedad de estas lecturas sólo convierte esas joyas en un muermo espantable, en un plúmbeo recuerdo que será una losa para toda la vida. Para peor, además, existe el general y apabullante consenso de que esos textos son lo mejor de la literatura española. De manera que a los chavales les dicen que se van a leer lo mejor de nuestra literatura y luego les obligan a meterse en vena esos ladrillos. Con lo cual, como señala Fernando agudamente, no es de extrañar que el pequeño porcentaje de muchachos que, a pesar de este tratamiento de shock, desarrollan un amor por la lectura, huyan todos en tropel despavoridos a leer a los autores extranjeros, y que den por sentado que los españoles somos unos pestiños y escribimos de cosas que no guardan relación alguna con sus vidas. En fin, me pregunto quiénes son los responsables de estos planes de estudio demenciales. Y me respondo: gente que no lee y que no ama los libros. De otro modo no se entiende semejante empecinamiento en la catástrofe.

domingo, 2 de mayo de 2010

La biblioteca oral de los lectores de Papeles Perdidos

Por: Winston Manrique Sabogal01/05/2010

La lectora - Alexi Zaitsev
"Salvaría Cien años de soledad porque así podrían preguntarme cómo llegó el hielo a Macondo", es la respuesta un tanto literaria y además descriptiva de la pasión con que Chus contaría o recitaría de memoria la novela de Gabriel García Márquez en el juego que planteé el Día del Libro, 23 de abril: ¿Qué obra literaria memorizaría para salvarla del fuego? Y esa es precisamente, la obra del Nobel colombiano, la más citada por los 184 lectores de Papeles Perdidos que se animaron a rendir un homenaje al libro al aceptar el juego planteado por Ray Bradbury en la introducción de su versión gráfica de Fahrenheit 451 y que yo he trasladado a ustedes. El resultado es una primera excelente y diversa biblioteca oral o del primer grupo de Hombres-Libro de Papeles Perdidos.

A Cien años de soledad (citada 8 veces), le siguen con cuatro menciones El guardián entre el centeno, de Salinger; El ingenioso hidalgo don Qujiote de La Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra; y Rayuela, de Julio Cortázar; y con tres menciones: Divina comedia, de Dante Alighieri; El origen de las especies, de Darwin; El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry; Iliada, de Homero; La isla del tesoro, de Stevenson; y Los miserables, de Victor Hugo. Todo esto según los comentarios dejados aquí hasta el 30 de abril que incluyen unos 80 títulos (si los nuevos comentarios que siguen llegando modifican esta primera lista lo haré saber).



Aunque este post no está planteado para establecer una competición de obras preferidas, ni mucho menos, me ha parecido justo reflejar el entusiasmo de ustedes y decir cuáles son los diez libros más citados, ya no sólo por la mención de la obra sino porque la mayoría ha explicado o justificado muy bien el motivo de esa elección. Respuestas que retratan la pasión por la lectura y la importancia que le dan a ella más allá del hecho narrativo y de entretenimiento en sí mismo a través de la mención de casi 80 títulos.

A pesar de que hay autores cuyas obras no están entre las diez más citadas, sus nombres sí aparecen mencionados varias veces con diferentes libros o cuentos. Es el caso de Jorge Luis Borges, George Orwell, J.R.R. Tolkien y el propio Ray Bradbury que nos ha incitado a todo esto.

Hay libros de todas las épocas, incluidos algunos muy contemporáneos como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Murakami; o Austerlitz de Sebald; o 2666 de Bolaño. Pero me llama la atención, y comparto, la elección, o salvación hipotética, hecha por muchos de ustedes basada en aquel libro que les descubrió el amor, la pasión, el gusto, el placer, la necesidad o cualquier motivo clave para convertirse en lectores. Una especie de primer libro admirable y memorable como el recuerdo de un gran primer beso tan anhelado como correspondido. Ese que ya se queda para siempre en la memoria y entonces se busca una y otra vez, en este caso a través de otros libros, recuperar esa sensación inolvidable. Ahí están desde La isla del tesoro hasta El Principito, Alicia en el País de las maravillas pasanso por La historia interminable.

Lo mejor es que repasemos esta biblioteca oral y coral con algunas de las respuestas de ustedes que reflejan todo esto que acabo de decir.

"Iliada de Homero. Simplemente porque pienso que seria mas practico salvar los cimientos que el tejado", escribe con mucha sensatez Marta.

"Yo aprendería una a una todas las palabras de El Principito porque es el libro que querré explicar a mis hijos y a los hijos de mis hijos como a mí también me explicaron...no podría dejar que el olvido se lo llevara", dice convencida Sonia.

"LA DIVINA COMEDIA. Porque ahí se contiene lo mejor y peor de la humanidad: amor y odio, fe y razón, fantasía y realidad... expresado en la poesía más recia y delicada de todos los tiempos. De manera que si, con los años, se perdiese la noción de lo poético, bastaría con dar con esa obra para restaurarla", asegura Elzorro.

"El primero que me viene a la cabeza es, sin duda, La Historia Interminable. Tengo casi 38 años y lo sigo releyendo de vez en cuando, y casi con la misma emoción con que lo leí por primera vez hace más de 25 años cuando me lo trajeron los Reyes, en la primera edición de Alfaguara. Inolvidable", confiesa Abaris.

"Sin ninguna duda, salvaría ENSAYO SOBRE LA CEGUERA de Saramago, esa novela no debería de desaparecer jamás,porque retrata lo más horrible y al mismo lo más extraordinario de la naturaleza humana", recomienda Anna.

"El libro del desasosiego , de FERNANDO PESSOA. POR LA BELLEZA DE SU PROSA y por la sabiduría sobre los estados de ánimo de los humanos. Por el consuelo y compañía que me regala cada vez que lo abro", reconoce Marian.

"Memorizaría Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Hermosa; íntima y universal al mismo tiempo. Además, su extensión y musicalidad facilitarían mi labor, sin duda", es la apuesta de Replicante Siete.

"Sin lugar a dudas, Cumbres Borrascosas. Sería horrible no poder volver a leerla", dice Benjamín Santana, y creo exactamente lo mismo ¡qué horrible sería! ya no sólo de esta novela si no de cualquiera que nos gustara mucho

"Sin pensarlo, sin dudarlo: RAYUELA, por Oliveira y la Maga, por aquellos que hablan de ríos metafísicos y por aquellos que los nadan. Porque nos encontramos con las tripas de la novela, con la literatura como juego y promesa", sentencia Almizkle.

"Pues dudo entre Moby Dick, Drácula, Madame Bovary o toda la prosa de Borges (su poesía la quemaría toda -eso no lo haría yo, Winston, de ningún libro-), las historias de Poe... pero no sé lo que pensaré dentro de dos minutos. Tantos tesoros... l@s compañer@s de papeles ya han citado otros cuantos, absolutamente dignos de la memorización... O a lo mejor dejaría que se qemaran todos los libros, porque todos llevamos dentro las grandes obras; sería cosa de ponernos a escribirlas otra vez. No pasaría nada. De todos modos, la pregunta tiene webs. Es como si te dicen qué cuadro del Prado salvarías, o si está más buena Lisa Edelstein o Claudia Schiffer o Judit Mascó, o si quieres más a tu papá o a tu mamá... No hay quien conteste sin sentir que hace trampa, y encima obligado a hacerla. Pero en fin, es un juego. Feliz Día del Libro a tod@s, y un abrazo a tod@s l@s que escriben y leen, especialmente a mis lectores, aunque como dijeron, entre otros, Borges y el último premio Cervantes, lo escrito, una vez escrito, no es obra de nadie", recoge muy bien Plumín en este párrafo el dilema de elegir una obra.

"1984 debería ser nuestro libro de cabecera, participar de la angustia de la habitación 101, es sin duda el mejor ejercicio que podemos hacer para apreciar y no descuidar la libertad de expresión", recomienda Marisa.

"Los miserables. De mayor quiero ser como Jean Valjean", zanja la discusión Salva en una declaración emotiva

"Las tragedias de William Shakespeare, todo está ahí", sintetiza Pinkas acertadamente.

Y termino esta breve antología de recomendaciones de ustedes con la respuesta de Pedro, sobre qué libro memorizar para salvar del fuego: "Absolutamente cualquiera que estuviera a mi alcance... Porque como dijo Cervantes (el mismo que por otro lado mandó a tantos a la hoguera) en boca de Don Quijote: "No hay libro tan malo que no contenga algo bueno".

Una última petición: como veo que siguen participando en los libros que les gustaría memorizar, por favor escribir sus comentarios en este mismo post (aunque pueden ver el original del 23 de abril con la pregunta exacta), y así no se confunden estas obras con las del post original que ha dado este primer resultado (aunque tendré en cuenta los comentarios aparecidos después del número 184). Ello con el fin de que si hay que actualizar o modificar más adelante esta Biblioteca oral de Papeles Perdidos resultará más fácil de esta manera

Gracias y buen fin de semana.

http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/2010/05/la-biblioteca-oral-de-los-lectores-de-papeles-perdidos.html

lunes, 26 de abril de 2010

VICENTE VERDÚ Metamorfosis de la lectura

VICENTE VERDÚ 22/04/2010

A día de hoy se encuentran pocos sabios por el mundo y, en España, efectivamente, menos, pero si quedan algunos en esta nómina aparece Román Gubern. Sabio no sólo por lo muchísimo que sabe sino, también, por lo bien que sabe propagar y distribuir su saber. Numerosos libros suyos han analizado exhaustivamente las transformaciones en los medios de comunicación pretéritos y contemporáneos, han husmeado en el cine, la televisión o Internet, pero todo ello con una agudeza y generosidad que para sí quisieran los maestros internacionales en estas disciplinas.

Ahora acaba de publicar Metamorfosis de la lectura (Anagrama), que tiene la humildad de presentar como la ampliación de una conferencia pronunciada en México el año pasado. ¿Una conferencia? No pocas de las que se dictan hoy a media tarde dejan a la concurrencia con la sensación -tan temida por Ortega- de que habría empleado mejor el tiempo en otra cosa. Con la Metamorfosis, sin embargo, no es fácil señalar otra actividad, exceptuando la concupiscencia, comparable a la cómoda lectura de sus 120 páginas.

Los libros dejan, en el mejor de los casos, dos clases de regusto en la experiencia. Uno, el de haber vivido una peripecia excepcional, y, dos, el de haber sido inyectado con una impensada porción de lucidez.

Puesto que lo de Gubern no es una novela parecería que el primer obsequio se halla excluido de la oferta, pero tampoco, aunque parezca extraño, se pierde el lector esta ocasión emocional. Se obtiene, de hecho, tantas noticias curiosas extraídas en vivo de los entresijos de la historia que la sensación de sorber el tuétano del asunto convierte a la Metamorfosis en un asunto del paladar.

Pero encima, encima del paladar, en dirección al cerebro, se recrea (leyendo y leyendo) la intrigante historia de la lectura, desde la época en que muy pocos sabían descifrar los garabatos hasta el día en que la novela llegó a convertirse en un típico producto industrial.

Si el libro ("una tecnología del intelecto") fue condenado al nacer porque de un lado destruía la memoria y, de otro, encarcelaba a cada lector en su individualidad, con el tiempo ha venido a generarse un fenómeno inverso. Porque así como la pintura actual se recrea en la soledad de cada mirada personal, el best seller extiende su forma y argumento a una millonaria colectividad internacional.

Por añadidura, lo bueno de Román Gubern es que mientras tiene medio cuerpo ahincado en la cultura del libro, eleva su otro medio cuerpo por encima de la cintura para otear, destazar, defender o denostar los soportes y efectos de la nueva comunicación digital, la interfaz, la interacción y el "pantallismo" en general.

Estas líneas, en fin, no pretenden ser la recensión de un libro. Aspiran, sin embargo, a copiar el ejemplo de su autor y dar noticia de la muy interesante y copiosa información que se recoge en Metamorfosis de la lectura. Si los demás autores de libros aprovecháramos el papel con tanta eficiencia y productividad como hace Gubern no haría falta talar ni la mitad de los árboles, ni, acaso, haber ingresado tan pronto en este merequeté del libro electrónico y su palimpsesto de ficciones, acción e interacción. En resumen, con la redacción de estas líneas cumplo con mi conciencia periodística: quien quiera conocer hoy román paladino que lea a Román Gubern.

domingo, 25 de abril de 2010

El sonido del sol al caer en el mar


http://www.elpais.com/articulo/portada/sonido/sol/caer/mar/elpepusoceps/20100214elpepspor_4/Tes


JOSE SARAMAGO 14/02/2010

Entré en la obra de Gonzalo Torrente Ballester por su puerta mayor: La saga/fuga de J. B. Mi primera reacción al leerlo, sólo comparable a la que me había causado el Quixote, fue que un libro así no podía existir. A su lado todo me pareció pequeño, insignificante, innecesario, hasta el punto de llegar a decir más tarde que de buena gana daría dos o tres novelas mías a cambio de ser el autor de una obra que considero genial desde cualquier punto de vista que se analice. Cuando en los años ochenta, en Lisboa, pude conocer personalmente a Torrente Ballester esperaba encontrar a un titán, un atlante, una especie de San Sebastián capaz de llevar sobre los hombros el mundo entero. Era todo eso, pero no estaba a la vista. Tenía frente a mí a un hombre precozmente envejecido, medio ciego, bajo, con el cuerpo ladeado, una figura desconcertante que inmediatamente se reveló como el más agudo de los conversadores, sarcástico, brillante, de réplica instantánea como sucedió una noche en Faro ante un auditorio tan numeroso como fascinado. A uno de los presentes, supongo que español, se le ocurrió preguntar: “Don Gonzalo, ¿usted cree en Dios?”. La respuesta fue fulminante: “¿Y a usted qué le importa?”. Tuve todas las razones para ser amigo de Torrente y creo que él fue mi amigo, aunque a la manera un poco distraída con la que pautaba sus contactos con los demás y que creo es también una característica de los gallegos en general. Un día, estando en Lisboa, recibo una carta de una editorial francesa, Actes Sud, en la que se me invitaba a escribir un prefacio para la Saga/fuga. Aún hoy no sé por qué pensaron en mi persona para tan delicado trabajo. No tenía ninguna relación con el editor, ni personal ni profesional, pero la carta no dejaba dudas, venía dirigida a mí y me pedía que escribiese sobre Torrente Ballester. Tal vez nunca, hasta ese momento, había sentido con tanta intensidad lo que significa la responsabilidad de escribir. Me atreví a dejar de lado los habituales tópicos valorativos (falsamente valorativos, diría yo) y me lancé en los brazos de la imaginación. Imaginé, al contrario de lo que parece haberse señalado hasta la consumación de los siglos, que Alonso Quijano no enloqueció, antes dio lugar al otro que él también era, imaginé que la multiplicación de identidades que encontramos en la obra de Pessoa por la construcción de los heterónimos tiene una correspondencia clara en el equilibrio compensatorio establecido entre José Bastida y los semipersonajes que son el elegantísimo inglés Mister J. Bastid, el romántico portugués José Barbosa Bastideira, el bien parecido francés Monsieur Joseph Bastide y, finalmente, el imponente Joseph Petrovich Bastidoff, ruso y anarquista. Acabé el prefacio sentando a Gonzalo Torrente Ballester en un lugar al lado de Cervantes. Y el texto allá se fue para Actes Sud. Curiosamente, Gonzalo y yo nunca hablamos del asunto. Tiempo después, en un congreso en Santiago, leí lo que había escrito y me pareció, por los pequeños movimientos afirmativos de la cabeza, que a Torrente le estaba gustando lo que oía. A partir de ese momento nos volvimos más cercanos. Les visitamos, a él y a su incomparable Fernanda, en La Romana, después fueron ellos a Lisboa, a nuestra casa, y, un recuerdo que nada podrá apagar, estuvimos con ellos, Pilar y yo, en Roma, en la entrega del Premio Unión Latina, fue el extraordinario discurso en el que Torrente habló de los soldados romanos que cada tarde iban a Finisterre para oír cómo el sol caía en el mar. Podía haber sido el principio de la internacionalización de la obra de Torrente Ballester, pero el peso del pasado, esa supuesta y nunca suficientemente aclarada adhesión al franquismo, habrán dificultado la penetración de sus libros en la arena internacional. Otro encuentro inolvidable ocurrió en Santiago con Salman Rushdie y Jorge Amado. Acababan de estar Gonzalo y Fernanda en Lanzarote, que a uno y a otro les deslumbró, los encuentros con amigos nuestros de aquí, las cenas, las comidas, las largas conversaciones, la perra Greta, que se prendó de amor de Gonzalo. Después vino la enfermedad, las preocupaciones de todos nosotros por su estado de salud, que se fue agravando poco a poco, hasta el desenlace. Acompañamos el cortejo fúnebre a pie, como toda la gente, hasta el cementerio de Ferrol, donde la música de Negra sombra hizo la guardia de honor al descenso de Torrente Ballester a la tumba. Se había apagado la luminosa sombra de Gonzalo, había comenzado la sombra melancólica de la memoria. Hasta hoy y para siempre.

El fotógrafo Torrente Ballester



JUAN CRUZ 14/02/2010

El escritor, uno de los grandes del XX, tomaba fotos con pasión. Eso se sabía. Pero no tanto que la cámara era la prolongación de sus ojos casi ciegos y el medio para fijar detalles y lugares que necesitaba en sus novelas. Lo cuentan una exposición y un documental.

Los hijos lo sabían, toda la familia le veía hacer fotos; no iba a la calle sin una cámara. Aquel hombre que a los 30 años era casi ciego y siempre luchó para vencer la neblina que había ante sus ojos jamás soltó la máquina. En realidad, vivía pendiente de ellas. Durante años le dictó a un magnetofón, y hay guardadas en su fundación, que custodian sus hijos Álvaro y Marisa, presidente y vicepresidenta, cientos de horas atesoradas por él en esas máquinas que adoraba.

Es uno de los grandes escritores del siglo XX. Murió hace 11 años en Salamanca, y el 13 de junio hará 100 que nació en Serantes, cerca de Ferrol. Gonzalo Torrente Ballester era, además, cantor de tangos, tenía una ironía finísima con la que despreciaba todo lo que le oliera a solemnidad vacía, y aunque fue profesor ("un buen profesor", le dijo a Pablo Lizcano en una entrevista de televisión en 1984) y académico, lo que fue de veras fue un gran contador de historias cuyos libros La saga/fuga de J. B. y Los gozos y las sombras están en la historia de la literatura del siglo XX al lado de Valle Inclán o Unamuno.

Y era fotógrafo. En el documental que ha hecho su hijo Luis Felipe (periodista) con Daniel Suberviola para la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales (SECC) hay una imagen en la que Torrente aparece con una cámara supermoderna aplicada a sus ojos casi ciegos. En la sonrisa está aquel Torrente que amaba la coña casi como amaba el tango. Esa prolongación de sus ojos que era la cámara es la sustancia del descubrimiento que Miguel Fernández-Cid, especialista en arte y exposiciones, comisario con la profesora Carmen Becerra de la muestra Los mundos de Torrente Ballester (organizada por la SECC y la Fundación Gonzalo Torrente Ballester), hizo en la sede de la fundación en Santiago cuando buscaba material para la muestra que ahora se abre. Todo el mundo sabía que Torrente hacía fotos, pero para algunos eran documentos domésticos, placas que tiraba para pasar el rato. En esa colección que se pudo hacer con lo que hay en la fundación, Fernández-Cid y sus compañeros concluyeron que Torrente no miraba por mirar a través del aparato. Miguel recuerda que un día le dijo Torrente a Fernanda Sánchez-Guisande (su segunda esposa) en Washington ante un cuadro de Goya: "¡Mira, es lo que me faltaba para que mi ciudad volase!". Y retrató el cuadro, que iba a servirle para la escritura de La saga/fuga de J. B. Si ahora se lee ese libro, y otros, con el catálogo de la exposición en mano, y se siguen los surcos de esa pasión fotográfica, se verá, como indica Becerra, especialista en la obra de Torrente, "que las fotos eran como un cuaderno de apuntes". Como recalca Fernández-Cid, "la mayor parte de las obras están hechas siguiendo un recorrido narrativo, obedeciendo a un ojo que luego ha de trasladar esa imagen a la escritura de sus libros".

Becerra cree que, en efecto, la cámara fue prolongación de sus ojos casi ciegos. "Lo fotografiaba todo; era su memoria visual; una herramienta de escritor". Y lo veía todo. Hay una célebre imagen que les hizo a Torrente y a Borges (el argentino era totalmente ciego) el reportero Juantxu Rodríguez (asesinado en Panamá) en los ochenta: están junto a la Giralda, en Sevilla, y ambos miran sus bastones; cada uno lleva en la mano el del otro. Hablan, dice Álvaro Torrente -hijo de su segundo matrimonio, con María Fernanda-, de lo que les costaron; la foto es una metáfora del amor por la imagen de estos dos personajes de ojos oscurecidos. La profesora Becerra piensa que esta obsesión dota a su obra de un cierto aire flaubertiano; las fotos le permiten describir con precisión; acaso ese carácter tan visual de sus imágenes literarias le emparenta con el mundo del cine y la televisión, que en tiempos sucesivos iba a ser tan central en el desarrollo del trabajo novelístico de Torrente, que fue guionista y algunas de cuyas novelas fueron éxitos en ambas pantallas.

Era un ciego que quería ver por todos los medios: la escritura, la pintura, el cine, la fotografía, la música. Luis Felipe, también hijo de su segundo matrimonio, dice que esta pasión múltiple "tiene que ver con la vista"; aun en periodos de mayor ceguera se empeñaba en mirar, y veía bultos, luces, y por esa rendija hizo entrar la imaginación que le permitía ver más de lo que le sugerían las sombras. Las fotos, muchas veces, hicieron el resto, fueron los ojos de su memoria� El magnetófono (hubo muchos en la casa; en el documental se ven varios, algunos de los más antiguos) era su diario de trabajo y su confesor, pero rara vez volvía a lo grabado para seguir escribiendo. La voz grabada era, más bien, la afirmación de que seguía teniendo cosas que contar� Marisa, hija del primer matrimonio con Josefina Malvido, le recuerda apasionado "por cualquier tipo de máquinas: relojes, magnetófonos, de escribir� Herencia de su abuelo, el marino, que tenía los mismos hobbies�". Como un director de cine, señala, "localizaba sus historias, fotografiaba los sitios, para recordar luego lo que le interesaba de ellos". Eso le permitió la precisión; pero no le impidió, como señala Fernández-Cid, hacer lo que hacen los grandes narradores gallegos de su estirpe: "Rodear las cosas como si estuvieran más lejos, hasta que llegaba a ellas".

Era, cuenta Marisa Torrente Malvido, "más fotógrafo de sitios que de gentes"; acaso porque quería imaginarse a las personas, mientras que los lugares debían ser esos y no otros, así que los buscó y están en las fotografías como trasuntos de paisajes que pueden señalarse, por ejemplo, como propios de Los gozos y las sombras (Pontevedra) o La Saga/fuga� y Fragmentos de Apocalipsis (ambientada ésta en Santiago). Álvaro le recuerda "haciendo fotos, obsesivamente"; fotografiaba iglesias, y eran iglesias las que necesitaba para sus libros; y balcones, porque balcones necesitaba� Consideraba que la fotografía era un arte, y la respetaba mucho; pero su fuente de inspiración era la pintura: bodegones, paisajes� Como dice Fernández-Cid, como fotógrafo le interesaba componer, y como espectador del arte, las composiciones, y por tanto le gustaba descomponer los cuadros, fijarse en los detalles. Actuar sobre lo que veía como el narrador que fue: un tipo que se fijaba en todo.

Parecía distraído. En el documental de su hijo Luis Felipe aparece cantando ante las cámaras de TVE; muchas veces silba tangos, y otras se fija en algo ajeno al relato: el adminículo de un magnetófono, la ceniza del perpetuo cigarrillo. Pero siempre mira. Dice Álvaro que su ojo "era educado y curioso"; lo educó mirando pintura (Goya y Velázquez, el Renacimiento), contemplando paisajes . Pero ahora que Fernández-Cid, Becerra, sus hijos, su fundación y la SECC han logrado reconstruir todos sus mundos para esta exposición que da la vuelta a los gozos y las sombras de su ingente obra, lo que destaca es que lo que de veras hizo fue contemplar su interior, hablando consigo mismo, obsesivamente, ante un magnetófono, solo. Lo que hay dentro lo cuenta al empezar el documental de su hijo. De chico escuchaba las historias de las costureras, en su casa de Serantes, un mundo tan feliz que jamás será posible. Lo dice ante las cámaras de Epílogo, Canal+, en su última entrevista: jamás será posible tanta felicidad como la de aquella infancia, así que le daría pereza nacer de nuevo. Y ahí está la clave: ese Torrente que mira y que cuenta quiere reconstruir lo perdido. Por eso va hablando consigo mismo, retratando, contando. Para contarse a sí mismo. Y ésa es la raíz de su literatura.

domingo, 21 de marzo de 2010

Leer LUIS MANUEL RUIZ 21/03/2010

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Hay una cosa que se llama Observatorio Andaluz de la Lectura. Es un apéndice o consecuencia del Plan Integral de Impulso de la Lectura 2005-2010, y consiste en un comité científico o mesa de sabios (dice la prensa) reunidos en torno a la persona del insigne José Antonio Marina, que conoce estos asuntos de la pedagogía. Por cuanto sé por campanas y cascabeles que suenan aquí y suenan allá, el comité científico lleva algunos meses reuniéndose en despachos y restaurantes y analizando estadísticas. Cotejando pruebas, sondeando exámenes, observando centros educativos al trasluz. Para alcanzar una conclusión ciertamente desasosegante: que la inmensa mayoría del alumnado de nuestra tierra padece "graves problemas de comprensión lectora". Es lo que hizo público José Antonio Marina el martes, después de un exhaustivo, microscópico estudio de la realidad educativa en Andalucía. Que la capacidad de nuestros niños y no tan niños para enterarse de lo que dicen los libros "deja mucho que desear"; que ese déficit se convierte en "trágico" cuando se alcanza el escalafón universitario, "la élite de la sociedad, una clase que se forma gracias a los recursos públicos que aportan los ciudadanos". Un observatorio, de la lectura o de las aves o de los barcos o de las constelaciones, suele hallarse situado en un lugar en alto, para poder otear mejor el horizonte. Tiene sus ventajas y sus desventajas, esto de estar en lo alto. Entre las primeras figura el hecho de poder mirar más lejos y reconocer, quizá, que detrás de las colinas se encuentra el mar. Entre los segundos está que no ves lo que tienes debajo, aunque se encuentre a un palmo de tus narices. Para enterarse de que la lectura tiene en Andalucía uno de sus puntos negros, todo un socavón, no hace falta ser José Antonio Marina ni confrontar gráficos sobre pizarras pintadas con rotulador: basta con darse un paseo por un centro público de enseñanza y asistir a las clases. Basta con escuchar un rato a los profesionales de la educación, esos que, según Marina, sufren una perenne anemia de motivación.

Otra sorprendente constatación que ha realizado el comité de sabios desde su observatorio es que toda la culpa de este raquitismo lector no se encuentra del lado de la Consejería de Educación. Ni siquiera de la de Cultura: hay otros imputados. Resulta que a pesar de las campañas de fomento de las letras y del capital público invertido, las medidas de la Administración no han alcanzado el efecto que se esperaba. Parece que aunque les metamos a los niños los libros con calzador en el programa educativo y aunque los pongamos a leer la cartilla en clase, no acaban por leer del todo, se olvidan, digamos, de leer en cuanto abandonan el colegio, como si leer fuera parte del mobiliario escolar y debiera dejarse en el centro con los pupitres, la pizarra y el mapa de Europa, hasta mañana o el lunes. Va a ser al final, según se desprende de la investigación rigurosamente científica de los miembros del Observatorio, que para que una persona le tome gusto a la lectura no basta con que le intimen sus maestros, por otra parte (según sabemos) pésimamente motivados. Va a ser que si el niño no ve libros en su casa, si no tiene cerca una biblioteca, si no le rodea una cultura lectora (gente que sostiene libros en el autobús, gente que conversa de libros, gente que se entusiasma con libros), va a acabar por no cogerle afición a los libros. Y así, el comité científico emplaza a otras consejerías, como tal vez las de Innovación o Bienestar Social, a que creen un tejido y una infraestructura de redes de lectores, a que conviertan la sociedad en una sociedad de lectores, porque de lo contrario el panorama se presenta de lo más crudo. Todo eso han descubierto José Antonio Marina y sus apóstoles desde lo alto de la torre del observatorio. En fin: ahora que sabemos que la luna es redonda, igual empezamos a pensar en construir cohetes para llegar hasta ella.