sábado, 12 de septiembre de 2009

EL COLOR DE LA VIDA

No quiero que parezca soberbia, pero creo a veces que cada uno recoge lo que previamente ha sembrado. En otras palabras, tiene lo que se merece. Si nuestra actitud es buena y positiva, recibimos lo "sino. Me preocupa muchísimo que a mis hijos les puedan decir algún día algo malo de mí. Soy muy estricto en el tema moral, en el tema del dinero, en el del engaño.

Tengo un sentido de la especie muy orgulloso. Me gusta que la gente que me quiere se pueda sentir orgullosa de mi conducta.

Puede que no sea muy moderno, pero forma parte de mi talante, de mi forma de ser.

Vivo y dejo vivir en La Vega, donde empiezan los olivares, hacia el sur de Granada, rodeado por veintitrés olivos. Cada vez me gustan más los animales. Busco el poder del silencio. El poder del olvido que convierte la memoria en sueños. Y tengo tres cosas para contarlo: un pájaro, una planta y un perro.

Tengo una mimosa púdica, vergonzosa le llaman en Motril, y con sólo rozarla levemente cierra sus hojas dentadas y suaves, abatiendo sus ramitas verdes, peludas y transparentes como la criatura delicada y sensible que es. Vive en una maceta, en la zona umbría de mi casa, en el campo, donde cuidamos entre todos la humedad de sus raíces. Me impresiona muchísimo. Cada vez que paso junto a ella y sin darme cuenta la rozo con las manos o con el pantalón, ella se comprime, se contrae, se encierra en sí misma, como una adolescente, y sólo le falta suspirar y lamentarse de melancolía. Al verla tan alterada yo le hablo y le digo, que si pobrecica, que si no te voy a hacer nada, que si no te asustes tú, angélica. Y ella, con sus movimientos de criatura suave, comienza a despertar, a extender sus ramitas, llenándome de alegría el corazón y de ternura los ojos. Es mi secreto, ésa es la fuerza que tengo. De ahí viene todo el poder que poseo para la melancolía.

Tengo también una perra que mas parece un dibujito de tiburón con patas que un perrito saltarín y cabezón. A manchas blancas y negras, tiene los ojos achinados, pequeñitos y negros. Negrísimos, en una cabeza grande y alargada, una mandíbula de dientes enorme, que le ocupa casi toda la boca, que de frente parece como si le hubieran pintado los labios con carmín, con la mancha negra y pequeña que le cubre la parte del morro. Hace ruidos extraños con el estómago, y refunfuña y eructa, ya sea de cariño o de hambre. Devora más que come. Es pequeña de alzada, musculosa, de pelo corto y brillante.

Cuidado con el perro, no maltratar al amo. Tiene mucho amor propio y mala leche. Cabezona, es capaz de estar de pie horas y horas, frente a cualquier cosa que quiera, absolutamente quieta, sin mover un párpado, hasta que se te cae el alma de pena y le abres la puerta. Da grandes culazos y cabezazos contra cualquier cosa, en las noches de frío. ¡Atención!: suele peerse cuando más confiado estás. Es casi tan bruta como yo. Por eso la quiero.

Esta mañana, me ha despertado chillando el mirlo negro y bribón que desde hace varios años visita cada otoño los árboles de mi casa. Han ladrado los perros, y al abrir la ventana de mi dormitorio para ver qué pasaba, he oído al viento soplar entre los chopos amarillos, y he sentido cómo mi pecho se llenaba con el aire dulce y frío de la Sierra Nevada.

De todo lo que he aprendido últimamente concluyo que somos por encima de cualquier cosa emoción y sentimiento. Esto es lo que define nuestra relación con la vida, por eso la alegría tiene el pico naranja y el cuerpo azabache de los mirlos de otoño. Al verlos tan ajenos, tan cercanos a todo lo nuestro, tan vigilantes y tan inquietos, tan lejanos sobre los chopos del jardín, he cambiado mi alma por la suya. Y nunca más volveré a ser melancolía en mis sueños.

Vida es lo que nos queda por vivir...

CARLOS CANO

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