sábado, 5 de junio de 2010

El resplandor de la biblioteca DAG SOLSTAD 05/06/2010



DAG SOLSTAD 05/06/2010

La literatura noruega del siglo XX, como la danesa o la sueca, procede de unas clases populares educadas en la lectura. El autor participará en la mesa redonda de EL PAÍS y Babelia en la Feria del Libro de Madrid el 13 de junio.

Los países nórdicos son cinco: Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia. Mientras que Escandinavia consta de Dinamarca, Noruega y Suecia, y aquí me concentraré en los países escandinavos, que son los que mejor conozco. Desde fuera puede resultar difícil distinguir entre los tres países escandinavos, pero el tema que voy a tratar tampoco nos lo exige necesariamente. Aunque vistos desde dentro, existen tales diferencias que a nosotros nos resulta complicado decir que se trata del mismo asunto. Un ejemplo es el hecho de que, a pesar de que se trata de tres países luteranos, la religión funciona de modo diferente en cada uno de ellos. Los orígenes luteranos del cineasta Ingmar Bergman, por ejemplo, son de un carácter institucional y académico, mientras que la mayoría de los autores noruegos con orígenes religiosos se han criado en una tradición popular, de predicadores no académicos. La religiosidad institucional sueca, por tanto, nos resulta a los noruegos poco menos que incomprensible. Para eso nos reconocemos más en el escritor sueco Per Olov Enquist, aunque al leerlo pensamos asombrados: vaya, quién diría que la popular Iglesia pentecostalista ha tenido tanta fuerza en ese país, siempre habíamos creído que se trataba de un fenómeno particularmente noruego. Este mismo asunto se aprecia en el hecho de que una característica de la literatura escandinava del siglo XX es que procede de las profundidades de las clases populares, y no de las capas altas de la sociedad. Aunque este rasgo es aplicable a todos ellos, existen no obstante grandes diferencias, diferencias apenas visibles desde fuera, pero desde luego decisivas a la hora de hablar de una literatura danesa, sueca o noruega. Las diferencias están ahí, son de carácter histórico y cultural, visibles para nosotros, invisibles para el gran mundo.

Ahora bien, ese rasgo común, el hecho de que los autores sean en gran medida reclutados en las clases populares, es fácil de percibir. Aparte de en Estados Unidos, esto sólo ocurre en Escandinavia y resulta realmente curioso. Ya en torno a 1850 aparecieron en Noruega autores característicos que procedían del campesinado pobre, escritores que más tarde han sido incluidos entre los clásicos de nuestra literatura nacional. No emergieron como parte de un levantamiento social, sino como resultado de una estrategia de instruir a las clases populares que impregnó nuestro país. La meta era elevar la educación del pueblo. Crear un pueblo ilustrado. Colegios públicos. Bibliotecas públicas. Jabón. Baños de vapor en las ciudades. Periódicos. Libertad de reunión.

La práctica totalidad de los escritores noruegos son resultado de esta estrategia de ilustración popular que empapó el país, sin importar la procedencia de sus antepasados. Casi todos somos además hijos de la socialdemocracia y de la eclosión social del movimiento obrero. Echando un vistazo a mi propia generación y, por ejemplo, a aquellos con los que colaboré en una revista de jóvenes literatos a finales de la década de 1960, podría decir que dos eran hijos de intelectuales, uno de un campesino pobre, otros dos de campesinos normales y corrientes, y otro procedía del ambiente proletario de las fábricas; en nuestro círculo cercano había además dos escritores hijos de predicadores. Y luego estaba yo. ¿Quién era yo? Yo era un chico pobre. Antes de debutar como escritor y entrar en la redacción de una revista en la capital, me crié en una pequeña ciudad de la costa noruega como el hijo de una dependienta viuda. Se me ofrecieron todas las posibilidades. Se me ofreció una educación. No fui ninguna lumbrera, el chico pobre era un vago que hacía novillos y prefería leer novelas a estudiar la gramática inglesa. Pero no me avergonzaba de ello, no estaba agradecido por las posibilidades que se me brindaban y tampoco nadie me exigía agradecimiento. ¡Menos mal! Yo leía novelas. La literatura mundial y la nacional, indistintamente, pero sólo aquella que me gustaba, sólo aquellos autores a los que admiraba y que me entusiasmaban: Dostoievski, Grass, Gombrowicz, Sandemose, Mykle, Kafka, Camus, y más tarde Thomas Mann, Proust, Céline, Borges, Márquez, Singer, Kundera, Freud, Kierkegaard. Así esperamos los hijos y las hijas del pueblo a que llegara nuestro tiempo. Los nombres de nuestros autores preferidos podían variar algo, pero el factor común era esa mezcla de la literatura mundial y la nacional, lo particular de mi lista seguramente es la ausencia de la literatura angloamericana.

Y lo que es más importante: junto a nosotros, junto a los escritores noruegos del futuro, había miles y miles de personas haciendo lo mismo. Eran los nuevos lectores, los que provenían del pueblo llano. Muchos de ellos eran como yo, un chico socialdemócrata que aterrizó en el extremo del ala izquierda. Mis futuros lectores: procedían del pueblo y eran unos jodidos esnobs, no se contentaban con dominar el mando a distancia del televisor en cuyas entrañas el Estado y el comercio luchaban por la hegemonía. Sino que conocían el resplandor de la biblioteca, porque se habían educado entre los tesoros de los miles y miles de metros de estantes de las bibliotecas populares. Buscaron una lectura que aspirara a lo sublime, o lo imposible, si se quiere. Yo fui un joven muy solitario, ignoraba por completo que ya había sido inscrito en un enorme ejército, que desde luego no era el de la OTAN.

Lo cierto es que así fue la década de 1960 en Noruega, y es probable que en todos los países escandinavos fuera igual. No me atrevo a hablar más que de mi propio país, e incluso dentro de él me siento limitado a mi propia generación, aunque la estire hasta considerar que abarca media vida en ambas direcciones. Si en estos momentos la literatura nórdica se considera interesante desde fuera, desde luego no se puede deber al factor dinero, en el que se supone que al menos los noruegos estamos nadando. Permitidme decirlo: Noruega siempre fue el primo económicamente pobre en la familia escandinava. Ahora, por fin, parece que la pequeña Noruega tiene una base lo bastante sólida como para apostar por la cultura en la misma medida en que siempre lo han hecho países como Dinamarca y Suecia. Pero no, los fundamentos de la literatura seria noruega se pusieron mucho antes de que la edad del petróleo, según dicen, nos cambiara a todos. En Noruega, una política literaria sensata, aunque bastante austera, puesta en marcha para salvar la literatura nacional de un país pequeño de la destrucción propiciada por la nueva realidad mediática que surgió en la década de 1950, ha dejado huellas duraderas tras 50 o 60 años de funcionamiento. Apoyada también por la ya mencionada explosión que tuvo lugar en la educación de la juventud en la década de 1960. Esa explosión en la cual aún nos recreamos. Antes de que el comercialismo se hiciera con la hegemonía y, como casi todos los ganadores, se quedara con todo, convirtiendo a todos en clientes y consumidores.

lunes, 31 de mayo de 2010

El mundo en un jardín

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 29/05/2010

En una habitación con una cama y un pequeño escritorio y en un jardín que incluía un huerto de verduras y frutas pasó Emily Dickinson la mayor parte de su vida. Desde la ventana, en el piso alto de la casa, veía el jardín y más allá los prados cercanos y un bosque. De un espacio de dimensiones tan breves y de un universo humano que no pasaría de una docena de personas -algunas de ellas frecuentadas tan sólo por correspondencia- extrajo los materiales para un universo poético de una originalidad y una hondura que no se agotan nunca por mucho que uno las explore. Emily Dickinson vivió cincuenta y seis años sin salir casi nunca de un pueblo de Nueva Inglaterra cuyo aislamiento nosotros no somos capaces de calibrar. Su contacto con el mundo exterior más allá de las escasas lejanías de su jardín era el correo. Escribía cartas en las que muchas veces incluía flores prensadas cuidadosamente y poemas. En las cartas, como en los versos, el microcosmos de lo más cercano adquiere la amplitud misteriosa que encontrábamos en los mapamundis los niños fantasiosos de otras épocas. Cuando era joven y todavía aceptaba un cierto grado de vida social la letra de Emily Dickinson tenía largos rasgos cursivos que se encabalgaban románticamente los unos sobre los otros. Según se hizo mayor y más solitaria, la escritura se vuelve angulosa y sin adornos, las letras muy separadas entre sí, con una sugerencia de espacios en blanco y de palabras sincopadas, un despojamiento entre de epigrama japonés y telegrafía de los secretos del alma. Terminaba las frases y los poemas no con un punto sino con un guión: como para alertar de una continuidad posible, y también de la dificultad de decir, el guión como un dedo índice que apunta hacia lo que no se ha dicho. Cuando escribía a lápiz y no a pluma la sensación de cautela es todavía mayor: el lápiz sólo roza el papel, no lo empapa de tinta. Lo que el lápiz escribe parece que no quiere imponerse sobre la superficie blanca.

Otros poetas nos sobrecogen, o nos arrebatan, o nos ofrecen un amparo íntimo contra la intemperie áspera de la realidad, o nos alientan para hacerle frente. Emily Dickinson nos hipnotiza. En ese retrato con sus hermanos en el que todavía es una niña sostiene en la mano izquierda una rosa y un libro y su cara emerge del cuello de encaje del vestido y de la penumbra del óleo como la de alguien que ya mira serenamente el fondo de las cosas. Mira con mucha atención no sabemos a qué y a la vez permanece ensimismada. Desde que era muy niña / notaba que la gente desaparecía, dice en un poema. Tiene las mejillas rosadas, la frente y el cuello muy pálidos, casi azules, el pelo rojizo muy corto. Se parece mucho a su hermano y a su hermana, de los que no se separará nunca a lo largo de su vida, pero en ella hay una rareza que la aísla, un aire ligeramente más cordial y a la vez de mayor reserva, de aceptar el mundo con agrado y sin embargo no sentirse del todo parte de él, como de ver lo que otros no ven, esos fantasmas de la gente que antes estaba y ya no. Ella es la única de los tres que lleva algo en las manos. El libro abierto y la flor y la expresión tan serena y ausente nos recuerdan a esas santas algo sombrías de Zurbarán que sostienen como ofrendas los símbolos de su martirio. Miro esa cara y me acuerdo de otro poema que tiene algo de cantinela infantil, de juego del veo veo en el que uno se aparta las manos que le tapaban la cara y de pronto no ve a nadie:

I'm Nobody! Who are you?

Are you - Nobody -too?

Yo soy Nadie. ¿Quién eres tú?

¿Eres -Nadie- también tú?

En Emily Dickinson las rimas y ritmos evidentes, igual que en William Blake, acentúan la sugestión de encantamiento. Y cuando se quiebran, cuando desaparecen del todo, el efecto de hilo cortado o de labios que se cierran cuando estaban a punto de emitir una palabra es todavía más poderoso. El suyo es uno de esos talentos que no tienen predecesor ni admiten discípulos y son inmunes por igual al homenaje y a la parodia. El linaje de Emily Dickinson es el de los raros absolutos: en el más breve de sus versos está ella y nadie más que ella tan íntegramente como está Thelonious Monk en dos notas consecutivas del piano o Paul Klee en los palotes simples de un dibujo. En un poema de Emily Dickinson hay ese hechizo que nos devuelve al mundo perdido de los encantamientos verbales y las canciones de cuna, a los miedos y las maravillas secretas de la infancia. Para casi todo el mundo la primera casa de la que tenemos recuerdo y el primer jardín son paraísos situados en las lejanías últimas de la memoria. Pero Emily Dickinson vivió siempre en la misma casa en la que había nacido, y por una extraña virtud de su inteligencia y de su sensibilidad da la impresión de que no dejó nunca de ver las cosas más comunes con la atención fascinada, con la mirada primitiva de un niño, lo cual no sólo resulta compatible con la madurez, sino quizás es un atributo necesario de la sabiduría. En su jardín estaba el universo de la botánica y de la zoología y en su alma sellada el terror y la fascinación de la muerte, el fuego críptico de las pasiones que no llegan a convertirse en actos, ni siquiera en palabras en voz alta.

Con qué atención nos mira en esa foto que se conserva de ella, la mujer todavía joven vestida y peinada a la moda de hace más de siglo y medio pero también muy moderna en su actitud, en la franqueza inteligente de los ojos, en el gesto de la boca. Se volvió todavía más reclusa y decidió vestir siempre con el mismo vestido blanco. Salía a cuidar el jardín en las noches de luna. Después de su muerte su hermana Lavinia encontró casi dos mil poemas manuscritos en un baúl en su habitación.

Qué cansancio -ser -alguien!

Qué público -como una rana-

Decir el propio nombre-...

Emily Dickinson, tan sigilosa, tan invisible, resalta ahora con una rotundidad que a ella le habría desconcertado en un jardín mucho más grande que el suyo, el Botánico de Nueva York, un edén de invernaderos, árboles como catedrales, laderas de hierba, macizos vibrantes de flores, que está en medio del Bronx. En la media luz de una sala cerrada pueden verse algunas de sus cartas de escritura casi desvanecida y una copia de su vestido blanco, que tiene algo de gala de un fantasma. En el interior del invernadero y en los jardines las flores que ella amaba se mezclan con poemas suyos y fragmentos de cartas. En la mañana de mayo una abeja liba en el largo pistilo de un lirio y el éxtasis botánico al que se entrega tiene la precisión ligeramente ebria de una estrofa de Emily Dickinson