La verdad es que yo no necesitaba entonces de la palabra escrita, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me impresionaba. A los cuatro años había dibujado a un mago que le cortaba la cabeza a su mujer y se la volvía a pegar, como lo había hecho Richardine a su paso por el salón Olympla. La secuencia gráfica empezaba con la decapitación a serrucho, seguía con la exhibición triunfal de la cabeza sangrante y terminaba con la mujer que agradecía los aplausos con la cabeza puesta. Las historietas gráficas estaban ya inventadas pero sólo las conocí más tarde en el suplemento en colores de los periódicos dominicales. Entonces empecé a inventar cuentos dibujados y sin diálogos. Sin embargo, cuando el abuelo me regaló el diccionario me despertó tal curiosidad por las palabras que lo leía como una novela, en orden alfabético y sin entenderlo apenas. Así fue mi primer contacto con el que habría de ser el libro fundamental en mi destino de escritor.
A los niños se les cuenta un primer cuento que en realidad les llama la atención, y cuesta mucho trabajo que quieran escuchar otro. Creo que éste no es el caso de los niños narradores, y no fue el mío. Yo quería más. La voracidad con que oía los cuentos me dejaba siempre esperando uno mejor al día siguiente, sobre todo los que tenían que ver con los misterios de la historia sagrada.
Cuanto me sucedía en la calle tenía una resonancia enorme en la casa. Las mujeres de la cocina se lo contaban a los forasteros que llegaban en el tren -que a su vez traían otras cosas que contar- y todo junto se incorporaba al torrente de la tradición oral. Algunos hechos se conocían primero por los acordeoneros que los cantaban en las ferias, y que los viajeros recontaban y enriquecían.
GABRIEL GARCÍA MARQUEZ
Vivir para contarla
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