sábado, 7 de noviembre de 2009
DE LA FORMA EN QUE CONOCÍ A BORGES
Rara vez la vida proporciona oportunidades al común de las personas para conocer gente interesante y en muy contadas ocasiones los pone en el camino de personajes geniales. En mi caso, a mediados de la séptima década del siglo XX la diosa Fortuna dispuso que una de esas singulares ocasiones ocurriera.
Como era mi costumbre todas las tardes iba a tomar el té al entonces lugar de moda, el Hotel Cesars de Miraflores. Serían las cinco de la tarde. Siempre llegaba a las cinco de la tarde. Y así, dueño de mi pequeño mundo ingresé por la puerta principal del lujoso hotel mientras un portero enorme, elegantísimo, con pantalones y zapatos de charol color negro, levita color rojo incendio, lentes con marcos de metal dorados y a modo de sombrero llevaba en la cabeza un anacrónico tarro del mismo color de su corbata y zapatos. El portero tomó la manilla dorada de la puerta de cristal y yo hice mi entrada que, hasta aquel día, había juzgado triunfal.
Parado en el centro del foyer con el propósito de ver y ser visto, de pronto la mirada, como era mi costumbre, se detuvo en la pared de la cual colgaba un enorme y apaisado cuadro al óleo de la escuela pictórica cuzqueña, cuyo motivo era el matrimonio de la Virgen María y San José. Las santas figuras están retratadas bajo el palio nupcial y un rabino de gentil expresión preside la ceremonia. Y debajo del cuadro, para mi enorme sorpresa, estaba sentado Jorge Luis Borges en una banca colonial de madera.
Un frío sudor recorrió mi espina dorsal y de inmediato retrocedí en dirección a la puerta de salida, pero siempre manteniendo la vista sobre la máxima figura de las letras hispanoamericanas. Cuando sentí el frío del viento que entraba por la puerta que de pronto me daba acceso a la calle, paré en seco. No, me dije, esta es tal vez mi única oportunidad de conocer al autor de El Aleph, aquel libro de cuentos que tiene su lugar en mi velador y al cual acudo todas las noches, cual sacerdote acude a su breviario antes de dormir.
Ya ubicado tras una columna, asomando media cabeza comprobé que mi héroe aún permanecía sentado en la banca. Estaba, como era su costumbre, elegantísimo. Vestía un terno color beige, de tela media estación, de confección italiana y una corbata de seda color marrón. El poeta estaba correctamente peinado y con las dos manos posadas sobre su bastón. Sin duda el descendiente de Homero estaba a la espera de su acompañante. Para ese entonces el mundo literario conocía de la confianza que Borges había depositado en su secretaria y acompañante: María Kodama. Tal vez el poeta se había vestido antes y en la inquietud que siempre provocan los cuartos de hotel -por elegantes y cómodos que puedan resultar- había solicitado bajar al lobby, aunque fuera para oír el ruido de los pasajeros que entraban y salían.
Él no podía ver y yo no me atrevía acercarme para hablar. Tenía tantas preguntas que hacer. Pero mi timidez me lo impedía. En aquel momento me odiaba. En silencio me lancé cuanto insulto se me vino a la cabeza para armarme de valor. Habré pasado una hora en ese estado hasta que por fin reuní el valor que desconocía carecer.
Salí detrás de la columna y mis pies se dirigieron hacia él, con la inseguridad propia de un bebé que camina de los brazos de su madre a los de su padre. Durante la lenta travesía miles de ideas y temas revolotearon en mi cerebro. Cuando estuviera al lado del maestro, ¿qué le diría? ¿Debía hablar mucho o poco? ¿Me contestaría?
De pronto, cuando estaba a medio camino, sentí el inconfundible ruido de la puerta del ascensor. Paré abruptamente y volví la cabeza. María Kodama salía del elevador y con alacridad fue en busca del maestro. Le bastaron tres pasos para estar a su lado. Le dio un beso en la mejilla y le dijo que debían apurarse, que los esperaban. El Poeta se puso de pie, le tomó el brazo y enrumbaron a la puerta. De pronto Borges paró y volviendo la cabeza hacia mí, dijo: qué lástima que no alcanzáramos a hablar, me hubiera gustado tanto.
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