Como en Granada suelen ocurrir tantas cosas inauditas y la
ciudad pone un raro empeño en despreciar lo mejor de su
patrimonio intelectual, resultan frecuentes las opiniones
sobre la maldición cainita. Cada vez que salta a la prensa un
disparate, recibo numerosas cartas y correos electrónicos
de solidaridad, comentando la hiriente capacidad de los
granadinos para disparar contra sus hermanos. Pues no, no
creo que esto sea verdad. Antonio Machado sentenció con
razón que el crimen de García Lorca fue en Granada, en su
Granada. Pero nadie puede afirmar que lo cometieran
granadinos. Muchos de los responsables militares de la
muerte del poeta habían nacido fuera. Por ejemplo, en
Málaga. Es injusto cargar con el instinto de criminalidad al
habitante medio granadino. El comandante Valdés no
representa el estado anímico de la ciudad.
Otras veces ocurre exactamente lo contrario. Te presentan
como poeta granadino en Buenos Aires o en Budapest, y en
seguida aparece la voz agradable que alaba la vena artística
de la ciudad, la fuente inagotable de su genio representado
por autores como García Lorca o Luis Rosales. Y la verdad
es que tampoco, ni una cosa, ni la otra. García Lorca y
Rosales no representan el carácter de la ciudad, son casos
extraños de poetas excepcionales. Granada no es una tierra
de verdugos, pero tampoco de genios. Los artistas de
primera calidad no brotan aquí como setas.
Lo que más abunda en la ciudad, lo que mejor define su
condición, es la medianía asustadiza que mira hacia otro
lado cuando surgen problemas. Estoy convencido de que el
periodista e historiador Melchor Fernández Almagro,
Melchorito en la intimidad de la familia García Lorca, no
hubiera nunca disparado contra Federico. Debió sentir
mucho su muerte. Ocurre que un día empezaron las
ejecuciones, y él prefirió mirar hacia otro lado para no
comprometerse. Ya puesto en situación, deseando
congraciarse con el dictador, tuvo la necesidad de escribir
sobre los crímenes que los rojos habían cometido en
Granada. Isabel García Lorca contó en sus memorias que,
acabada la guerra, Melchorito visitó el domicilio de los
Lorca. Conchita, hermana de Federico y viuda del alcalde
socialista Manuel Fernández Montesinos, le afeó su poca
vergüenza al pisar la casa después de lo que había escrito.
Fernández Almagro se desmayó, hubo que reanimarlo.
Doña Vicenta Lorca se quejaba en medio de la situación:
"¡cómo se ha portado de mal, y encima tenemos nosotros
que consolarlo!".
El novelista Francisco Ayala vino al mundo en el mismo
edificio que ocupaba la familia de Fernández Almagro.
Melchorito habla en sus memorias de la elegancia de la
madre de Ayala y de la generosidad con la que le prestaba
algunos libros. En la suyas, cuenta Francisco Ayala la
actitud de tibieza y miedo que mantuvo el amigo cuando lo
recibió a la vuelta de su largo exilio. Melchorito no era mala
persona, lo había ayudado en sus primeros pasos como
escritor. Pero después se cruzó la guerra, el miedo, y dejó
claro, ya en los años 60, que no estaba cómodo junto a un
exiliado, porque se sentía comprometido. Ayala lo define
con un término muy expresivo. Era un cagón.
Melchorito representa bien el estado actual de la conciencia
granadina. Más que en los verdugos o en los genio, hay que
pensar en los cagones, en los que prefieren mirar a otro
lado cuando una rata pretende convertir a la ciudad y a sus
instituciones en una alcantarilla. No conviene exagerar, los
granadinos no somos cainitas, ni recibimos al nacer un
certificado de divinidad estética o intelectual. Ni una cosa,
ni la otra. Más bien abunda la descomposición de vientre, el
mirar a otro lado. Y eso es lo que deteriora el tejido de la
ciudad, el ánimo de su ciudadanía. Nadie se compromete, y
así nos va. Todos contentos en tercera división.
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