Un día, hace muchos años, el Mono advirtió que entre todos los animales era él quien contaba con la descendencia más inteligente, o sea el hombre.
Animado por esta revelación empezó a estudiar un gran lote de libros arrumbados desde antiguo en su casa y, a medida que aprendía, a conducirse como ser importante frente a las situaciones más comunes.
Fue tal su empeño que en poco tiempo hizo enormes progresos, aconsejado por la Zorra en política y en saber por el Búho y la Serpiente.
De esta manera ante el asombro de los inocentes, pronto inició su ascenso a la cumbre, hasta que llegó el día en que amigos y enemigos lo saludaron secretario del León.
Sin embargo, durante un insomnio (en los que había caído desde que sabía que sabía tanto), el Mono hizo aún otro descubrimiento sensacional: la injusticia de que el León, que contaba únicamente con su fuerza y el miedo de los demás, fuera su jefe; y él, que si quisiera, según leyó no recordaba dónde, con m poco de tesón podía escribir otra vez los sonetos de Shakespeare, un mero subalterno.
A la mañana siguiente, armado de valor y aclarando una y otra vez la garganta, durante más de una hora expuso al León con largas y elaboradas razones la teoría de que de acuerdo con la lógica más elemental los papeles debían cambiarse, pues para cualquiera con dos dedos de frente era fácil ver cómo lo aventajaba en descendencia y, por supuesto, en sabiduría.
El León, que intrigado por el vuelo de una Mosca en ningún momento había bajado la vista del techo, estuvo conforme con todo, en ese mismo instante te cambió la corona por la pluma y, asomándose al balcón, anunció el cambio a la ciudad y al mundo.
De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba algo, el León, siempre de acuerdo, asentía invariablemente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un discurso mal redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiempo, en el cuerpo del nuevo rey, o sea el Mono sabio, no iba quedando sitio del que no manara sangre, o cosas peores.
Por último el Mono, casi de rodillas, rogó al León volver al anterior estado de cosas, a lo que el León, aburrido como desde hacía mil años, le respondió con un bostezo que sí, y con otro que estaba bien, que volvieran al anterior estado de cosas, y le recibió la corona y le devolvió la pluma, y desde entonces el Mono conserva la pluma y el León la corona.
Agustín Monterroso
El País
Clásicos del Siglo XX
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